"El Calor de los Balcones", un relato veraniego

  

 





El Calor de los balcones 

  

Por Jorge Alonso Curiel 

  

Fue en aquel verano de finales de los noventa, treinta años los dos recién cumplidos, cuando la literatura nos ayudó por primera vez. Desde entonces, no nos hemos separado. 

Había llegado hacía quince días a aquel apartamento barato de aquel barrio obrero, tras huir de un piso de alquiler del centro de la ciudad para no pagar los tres meses que debía a la anciana casera. Llevaba un par de meses sin trabajo, y el poco dinero que tenía me llegaba para hacer frente a los dos meses de fianza del nuevo piso y para sobrevivir hasta pasado el verano. De todas maneras, comía poco, no necesitaba ropa nueva, y mi único lujo era una botella de güisqui barato que acababa en menos de una semana. 

A partir de septiembre buscaría trabajo y volvería a tener dinero como una persona de bien. Mientras, durante los meses veraniegos, me dedicaría a leer y a seguir escribiendo mi primera novela que tanto me costaba acabar y con la que pretendía iniciar mi carrera como escritor entregándola en algunas editoriales rezando al mismo tiempo para que se fijaran en ella y quisieran publicarla. Tenía que tomarme en serio mi vocación. 

Es cierto que me apetecía viajar a la costa con mis amigos, como los últimos años pasados, pero aparte de que no podía permitírmelo, debía sentarme a escribir en mi vieja Olivetti. Así, me levantaba pronto y avanzaba con la novela; y por la tarde, tras una corta siesta, me sentaba en la terraza a leer y a mirar a la gente en la calle acodado en la barandilla; apenas salía de casa. 

 Una tarde vi que alguien en el balcón de enfrente quitaba el cartel de alquiler. Y a la tarde siguiente, descubrí a una mujer de pelo rubio y largo deambular en el interior a través de las ventanas. Dos horas más tarde la contemplé con total claridad cuando salió al balcón a colocar unas sillas y una mesa camilla: alta, elegante, de piel muy blanca, y en sus gestos un maravilloso perfume de bondad. Era de ese tipo de personas que, con tan solo verlas, sabes que estás ante alguien que puedes confiar. 

Sonreí como un tontito. Una chica bella y de buen corazón era lo que siempre quise, por quien hasta permitiese que me cortaran un brazo. 

Además, al siguiente día comprobé que le gustaba leer. Mientras yo lo hacía en mi terraza, ella apareció con un libro voluminoso y se sentó en una silla sin reparar en mí. Lo abrió, y estuvo inmersa en la lectura sin despegar ni un momento sus ojos de él hasta que empezó a caer la noche y volvió al apartamento. Pensé que aquel libro tenía que ser una novela como Anna Karenina o Guerra y Paz, o incluso uno de los tomos de En Busca del tiempo perdido. 

Confieso que a partir de entonces me levantaba nervioso, ilusionado, deseando que llegara la tarde para poder verla. Trabajaba por las mañanas, y después de comer, y saltándome la siesta, salía al balcón. Cuando la veía aparecer, me ponía tan contento como un niño. Aquella sensación tan pura solo la había sentido una vez: cuando me enamoré de adolescente durante un campamento veraniego de una chica pelirroja a la que no me atreví a decirle nada y a la que acabó besando mi amigo Enrique que era más valiente, aunque menos guapo. En la vida, ya se sabe, muchas veces vale más ser atrevido que otra cosa. 

Pasamos muchas tardes en esta situación. Ella sumida en su lectura, sin apenas mirarme –solo lo hacía alguna vez cuando entraba en el balcón y después bajaba rápidamente la cabeza–, y yo observándola por los bordes de mi libro, haciendo como que leía aquella novela norteamericana de personajes fracasados y vagabundos. 

Hasta que una tarde pensé que tenía que hacer algo, que no podía desaprovechar aquella oportunidad. Aparté el libro de mi rostro y la miré con una inmensa sonrisa. Tras un rato en el que pensé varias veces en volver a cubrirme, ella se dio cuenta y levantó los ojos. Respondió con una tibia sonrisa, y entonces la saludé con la mano, aunque no devolvió el gesto y regresó a la lectura. Qué bien me sentí... 

Poco a poco fueron habiendo más sonrisas, que se iban volviendo cómplices, y también saludos que nos iban acercando en esas tardes calurosas. Pero, lamentablemente, ninguno nos decidíamos a ir más allá. 

Y a finales del mes de agosto, cuando ya creía que esto no llegaría a ninguna parte y que se quedaría en un sueño, algo sucedió. 

Esa tarde se estaba creando una gran tormenta. Acodados en las barandillas de nuestros balcones, mirábamos el cielo. De repente, a su espalda, vi aparecer de su libro apoyado en la camilla una sombra que en breves instantes se corporeizó en una mujer morena, sonriente, con un majestuoso traje del siglo XIX y que deprisa salió del balcón y se internó en el apartamento. Ella no se dio cuenta, y cuando se lo intentaba decir con gestos grandilocuentes y asombrados, ella abrió los ojos como platos y señaló de manera repetida con su dedo índice lo que estaba ocurriendo a mi espalda. Antes de girarme y poder verlo, noté el paso veloz y silencioso de una persona, y escuché después el portazo de la puerta de la calle. Entendí que me había sucedido lo mismo que a ella... 

Nos asomamos y vimos salir de nuestros portales a aquella mujer esbelta y decimonónica y a un tipo pequeño, mal vestido, sucio, con una botella que sobresalía de un bolsillo y con barba de muchos días, que se encontraron en mitad de la calle y que con mucha ternura se miraron, se cogieron de la mano y comenzaron a caminar por la calle hasta que les dejamos de ver. 

Sorprendidos, no dudamos en darnos la vuelta, bajar deprisa las escaleras y cruzar también cada uno nuestro portal. Nunca olvidaremos nuestras miradas bajo la lluvia que ya caía intensamente en mitad de la calle. Ese primer encuentro en el que nos tomamos de la mano. La literatura nos ayudó, como lo ha hecho muchas ocasiones más a lo largo de nuestra vida. Desde entonces, ya digo, no nos hemos separado. 

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