El cine Vistarama y la vida de repuesto
Para ir a este mítico cine de Valladolid, en los años 80, me escapé unas cuantas veces de casa cuando era pequeño. Con tan solo ocho y nueve años. Me ha encantado encontrar casualmente esta foto, y me ha hecho recordar muchos asuntos. Era la mejor sala de cine de Valladolid, equipada con todos los adelantos y comodidades de la época, además de tener a unos encargados de limpieza excepcionales.
Situada en la calle Portillo de Balboa, no hubo ningún vallisoletano que no la visitara alguna vez entre los años setenta y noventa. Era un verdadero templo de cine donde se experimentaba esa aventura tan maravillosa -ya casi en desuso- que es ver una película en una pantalla grande, en una pantalla de verdad. Su pantalla circular y su perfecto sistema de sonido, hacían que todos los espectadores vivieran y disfrutaran de la película como en un mismísimo sueño, y desde cualquier butaca, hasta en las más cercanas a esa sábana mágica. Todo estaba pensado. Además tenía la cortina que cubría la pantalla -muy común en los cines de un cierto nivel, y asunto que ya no se encuentra- y que antes de comenzar la proyección, se abría lenta y de manera mecánica, preparándonos para entrar en ese otro mundo y en esa otra vida de repuesto que es el cine.
Allí fui muchas veces cuando era pequeño con mis padres y con otros familiares, a ver las películas permitidas para la edad infantil. Allí tuve la suerte, por ejemplo, de ver el mismo día del estreno en 1982 -lo recuerdo perfectamente- E.T., esa obra maestra de Spielberg, y salir fascinado y emocionado de la sala abarrotada de la mano de mi madre, sin dejar de pensar en aquel extraterrestre tan tierno que había sufrido una barbaridad, aunque también se había divertido lejos de su planeta.
Creo que ahí nació todo. Con esa visita al Vistarama, a la primera sesión de aquella tarde de un frío viernes de diciembre. Me di cuenta de que aquello no era lo mismo que ver las películas en casa, en la televisión. Aquello era otra cosa. Y, a pesar de tener tan solo siete años, supe que quería volver a ese cine. Y pude hacerlo. Tras dar la tabarra a mis padres sin descanso, me llevaron más días, a otras películas, a otros estrenos. Y era totalmente feliz.
Pero no saben lo que hicieron. Porque tres años después, en la navidad de 1985 -con nueve años- comenzó el calvario para ellos. Aquella tarde de viernes estrenaban Regreso al Futuro, dirigida por Robert Zemeckis e interpretada por Michael J. Fox, y yo me moría por verla. Sin embargo, ellos no podían -o no querían-, y lo que hice fue escaparme de casa en un descuido de mi madre, y correr por las aceras -no quedaba muy lejos el cine, esa es la verdad- con el dinero que había ahorrado apretado fuertemente en mi mano izquierda para llegar a tiempo al inicio de la película. No sé cómo dejaron entrar a un niño de esa edad, sin acompañantes, pero allí entré. Y pude disfrutar sin pestañear, sentado en las últimas filas, en una sala en la que no cabía un alfiler, aquel film que jugaba tan divertidamente con el tiempo y que se ha convertido ya en todo un clásico. Fue toda una experiencia de cine, pero también de valentía -y de locura, por qué no decirlo- que me hizo comprobar que podía ir al cine solo, a pesar de tener tan poca edad, y me hizo creer que era ya todo un hombrecito. El escándalo que se montó luego al volver a casa fue inolvidable...
Pero la regañina y el disgusto de mis padres no me amilanaron. Volví a escaparme varias veces para ver otros estrenos, como La Historia Interminable o Los Goonies, y en todas corría por la calle repleto de júbilo porque el cine me estaba esperando; porque en aquel reino me sentía totalmente en paz,, porque era bienvenido y sabía que la vida iba a mejorar un par de horas. Ir al cine era mi mejor regalo.
Pasado el tiempo, he pedido perdón varias veces a mis padres por aquellas "fugas cinematográficas"; por haberles hecho sufrir por esas huidas que, por suerte, siempre acabaron bien sobre todo en los viajes de ida y vuelta por las calles, y hasta recuerdo que un día, a mitad del metraje de Karate Kid II, y como ya suponían donde me encontraba, entró mi santa madre y, tras buscarme entre las sombras, se sentó a mi lado, con un gesto reprobatorio, pero al que no le faltaba su punto de ternura. Qué paciencia tuvieron conmigo...
El tiempo fue pasando. Seguí yendo con mi familia, y continuaron también mis huidas, pero llegó el momento de la adolescencia en la que comencé a ir al Vistarama con amigos y compañeros de colegio, y también a otros cines de la ciudad. Y pasó el tiempo, y todo fue cambiando, pero lo que no ha cambiado nunca es mi pasión incontrolable por el cine y por los templos donde allí se proyectan -aunque su situación es muy preocupante por muchos factores-, ya que sigo siendo -lo aseguro- ese niño que con el corazón en la garganta, corría lleno de ilusión con el dinero bien apretado en su mano para vivir esa vida de repuesto que es el cine (como lo define tan acertadamente José Luis Garci), o que quizá para muchos sea la verdadera vida, la única vida.
Me ha alegrado mucho encontrarme, ya digo, esta foto. Esta imagen que para mí es más que una imagen, y que muestra más que un lugar. Nuestra biografía son las personas y los sitios que nos han marcado profundamente. Por desgracia, este cine -como muchos otros- cerró sus puertas ya hace unos años para convertirse en un gran supermercado. Cada vez que paso por allí, no dejo de pensar en todo esto. Alguna ocasión, en un rapto iluso e inocente, he querido entrar para encontrarme algo de lo que hubo allí una vez. Y no lo he hecho. Y he acertado. Aquel templo maravilloso del cine ya solo está dentro de mí.
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