Incendios en la noche (¿Dónde acabarán mis libros?)
INCENDIOS EN LA NOCHE
A veces, mientras escribo en la noche, me detengo a descansar unos minutos y contemplo los libros que llenan las paredes de mi despacho. Los miles de libros, de ejemplares que han ido lentamente acumulándose, día tras día, y que, como testigos mudos y fieles, me acompañan y me han acompañado en todos estos años, como también en mis horas de escritura. Y en ocasiones me da por pensar...
¿Qué ocurrirá con ellos cuando yo ya no esté en este lado de la realidad, en esta orilla tan hermosa como compleja, tan bella como amarga? Tal vez acaben vendiéndose por muy poco dinero —por desgracia, los libros no son objetos preciados— a alguno de los escasos libreros que queden en este mundo —ejemplo aún de puro romanticismo—, y después los ofrezca a sus ávidos clientes, y mis libros acaben desperdigados, pasando a pertenecer cada uno a distintas bibliotecas particulares de las que, alguna vez, una mano interesada y piadosa los despierte de su sueño para ser leídos, aunque solo sea un par de capítulos, unas cuantas hojas ya amarillentas. O quizá sean arrojados —qué dolorosa pesadilla— a los contenedores de basura sin mayor miramiento ni pudor, sin ningún escrúpulo. O puede que sean abandonados en los bancos de los parques para que los ociosos, después de un rápido escrutinio, se hagan con los que prefieran. O quién sabe si serán apilados en una explanada, en las afueras de la ciudad, por un ser insensible, o por varios, en un atardecer de otoño o de invierno, para hacerlos desaparecer en una hoguera colosal que recuerde a aquellas innombrables quemas que han ocurrido en la historia, o a aquella inolvidable que ocurre en El Quijote, aunque mis libros no traten todos sobre aventuras cuyos protagonistas sean míticos e implacables caballeros gloriosos capaces de cualquier hazaña.
Pero quizá no suceda esto. Tal vez se los quede, incluyendo algunos ejemplares de todos los que he escrito y escribiré, algún familiar respetuoso, de buen corazón y de mejores intenciones, que sabe que uno de los mayores homenajes que puede hacerme sea conservarlos y cuidarlos, porque en ellos están mi corazón y lo que fui. Porque somos lo que hemos vivido, pero también lo que hemos leído y lo que hemos puesto negro sobre blanco durante tantas horas, durante tanto tiempo. Y quién sabe si después pasen a otro descendiente, y de este a otro, como la mejor herencia —el tesoro más preciado— que puede uno recibir de las personas que le antecedieron y vivieron sus vidas.
O puede ocurrir —por qué no— que alguno de ellos, en una noche fría y desapacible de diciembre, en la que el insomnio ha creado su reino, se atreva a abrir alguno de estos ejemplares y encuentre una historia que le cambie la vida, y compruebe que la literatura es el abrazo cálido, comprensivo y tierno que nunca pudo imaginarse; la hoguera que calienta, pero no quema ni hace desaparecer lo que toca. O hasta quizá —continúo elucubrando— si alguno de estos libros pudiera crear en esa persona la chispa del incendio de la vocación que nunca se apaga, y comience su camino como filólogo, librero, periodista o escritor...
No sé qué sucederá con ellos, con todos vosotros. Por qué intrincados caminos os conducirá la vida y el imparable paso del tiempo. Mientras tanto, os contemplo arrobado; me dejo querer, y os quiero. Permito que sigan calentando mi hogar, y no dejen de abrazarme como la más hermosa hoguera que no daña, como el mejor regalo, como la más suave y acogedora caricia. Ellos son mi refugio; quizá sea yo el suyo.
Cuidado, no sea que te conviertas en un fantasma que vela por la seguridad de sus libros y, lo peor, que Hollywood haga una película con la idea.
ResponderEliminarUn abrazo.
Quién sabe si me convertiré en uno... Pero no me importaría, querido José Antonio: todo por estar cerca de ellos. Un enorme abrazo te mando.
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