"Tesoro". Poema de la luz primigenia de enero: Recuerdos de un convaleciente.
Aquella tarde se convirtió en un tesoro.
Hay momentos que no se convierten en víctimas,
tablas de salvación en el mar embravecido,
del océano de desdichas y desganas de nuestros
corazones.
Cada uno tiene las suyas, brillantes sendas que nos acarician
por las que huir cuando nos sorprende el perro
rabioso de la desolación.
Tesoros a los que regresamos cada noche en la
calma del hogar,
en el rincón más sosegado,
para embriagarnos con el brillo que nos reconcilia
con la existencia,
a los que volvemos cuando la mano del
desencanto crea nuestra sombra.
Vuelve aquella luz radiante de finales de enero en
la ciudad,
de aquella tarde de abrigo y bufanda.
Las personas pasean despacio y se detienen,
ojos cerrados, sonrisas en sus bocas que olvidan
las quejas del invierno,
y reciben aquella luz que parece brillar desde lo
más profundo del olvido.
Yo, cercano ser a la adolescencia, doce años de
lentos descubrimientos,
salía a la calle por primera vez tras unos meses
sumido en la enfermedad
–el hígado fue el culpable–,
como el que regresa a la isla solitaria que alguna
vez le perteneció.
Acompañado de mi madre, pálido como un sol
enfermo y cansado, avanzamos con lentitud por
la acera.
Me sentía como un tren desvencijado, un tren
perdido,
que olvidado por todos recorre el trayecto sin el
deseo
de llegar a parte alguna.
A veces, incluso, el mareo hacía detener mis
pasos
que retumbaban en mi cabeza.
De repente, en un instante de eternidad, ebrio de
luz que nunca
cesará su pálpito,
descubrí de lejos sus figuras, sus preciosas
figuras,
mi abuela y mi tía,
como los destellos de los faros que nos apartan
del desastre.
No las había visto en el tiempo de la enfermedad,
de la enfermedad contagiosa,
en el espacio en el que permanecí como el árbol
anhelante
de la resurrección de la primavera.
Brazos levantados, manos que saludaban, pasos
ahora veloces,
sonrisas como dos mundos recién creados...
En aquel momento sé que el invierno se detuvo,
que el tiempo se detuvo, no albergo dudas.
Y llegaron hasta mí...
No saben lo que provocaron aquella tarde -aún hoy
lo desconocen-
aquel final del mes de enero,
en aquella primera hora de la tarde,
cuando la vida se convirtió en relato de un niño
ajeno al miedo y al dolor,
y el mundo –extraño milagro, ausencia de
oscuridad–
no quiso ocultar su brillo.
Me encanta la narratividad de tu poema, la esperanza que calienta el corazón en el momento más frío del invierno. Reconcilian esas cosas amables que nos regala la vida.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, muchas gracias, querido José Antonio. Es la búsqueda siempre del calor, allá de donde venga.
EliminarMil abrazos.