"Tesoro". Poema de la luz primigenia de enero: Recuerdos de un convaleciente.

 




Tesoro


Por Jorge Alonso Curiel 


Aquella tarde se convirtió en un tesoro.

Hay momentos que no se convierten en víctimas,

tablas de salvación en el mar embravecido,

del océano de desdichas y desganas de nuestros

corazones.

Cada uno tiene las suyas, brillantes sendas que  nos acarician

por las que huir cuando nos sorprende el perro

rabioso de la desolación.

Tesoros a los que regresamos cada noche en la

calma del hogar,

en el rincón más sosegado,

para embriagarnos con el brillo que nos reconcilia

 con la existencia, 

a los que volvemos cuando la mano del

desencanto crea nuestra sombra.


Vuelve aquella luz radiante de finales de enero en

la ciudad,

de aquella tarde de abrigo y bufanda. 

Las personas pasean despacio y se detienen,

ojos cerrados, sonrisas en sus bocas que olvidan

las quejas del invierno,

y reciben aquella luz que parece brillar desde lo

más profundo del olvido.

Yo, cercano ser a la adolescencia, doce años de

lentos descubrimientos,

salía a la calle por primera vez tras unos meses 

sumido en la enfermedad

–el hígado fue el culpable–,

como el que regresa a la isla solitaria que alguna 

vez le perteneció.

Acompañado de mi madre, pálido como un sol 

enfermo y cansado, avanzamos con lentitud por 

la acera.

Me sentía como un tren desvencijado, un tren 

perdido,

que olvidado por todos recorre el trayecto sin el 

deseo 

de llegar a parte alguna.

A veces, incluso, el mareo hacía detener mis 

pasos

que retumbaban en mi cabeza.

De repente, en un instante de eternidad, ebrio de 

luz que nunca

cesará su pálpito,

descubrí de lejos sus figuras, sus preciosas 

figuras,

mi abuela y mi tía,

como los destellos de los faros que nos apartan 

del desastre.

No las había visto en el tiempo de la enfermedad, 

de la enfermedad contagiosa,

en el espacio en el que permanecí como el árbol 

anhelante

de la resurrección de la primavera.

Brazos levantados, manos que saludaban, pasos 

ahora veloces,

sonrisas como dos mundos recién creados...

En aquel momento sé que el invierno se detuvo,

que el tiempo se detuvo, no albergo dudas.

Y llegaron hasta mí...


No saben lo que provocaron aquella tarde -aún hoy 

lo desconocen-

aquel final del mes de enero,

en aquella primera hora de la tarde,

cuando la vida se convirtió en relato de un niño 

ajeno al miedo y al dolor,

y el mundo –extraño milagro, ausencia de 

oscuridad– 

no quiso ocultar su brillo.


Comentarios

  1. Me encanta la narratividad de tu poema, la esperanza que calienta el corazón en el momento más frío del invierno. Reconcilian esas cosas amables que nos regala la vida.

    Un abrazo.

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    Respuestas
    1. Gracias, muchas gracias, querido José Antonio. Es la búsqueda siempre del calor, allá de donde venga.

      Mil abrazos.

      Eliminar

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