Escribir para los periódicos

  

       



               Escribir para los periódicos 


Mi respuesta ha sido siempre la misma cuando alguien me lo ha preguntado con curiosidad en una charla informal; o cuando un periodista se ha interesado para algún periódico o para algún blog o portal de Internet. A la pregunta de qué fue lo que despertó mi vocación literaria, mi respuesta es clara y rotunda: aquella luz, aquel fuego se encendió una tarde de primavera en una clase de literatura, cuando tenía tan solo catorce años, y escuché recitar al profesor don Arturo, con su maravillosa entonación dónde estarás ahora, querido hombre, dos poemas que me cambiaron la vida. Fueron Lo Fatal, de Rubén Darío, y Ocaso, de Manuel Machado; y tras esto, algo cambió en mí: un incendio comenzó a arder en mi interior de una manera arrasadora e imparable; se abrió una herida en lo más profundo con todas las consecuencias. Aquella tarde de primeros calores primaverales, de ventanas abiertas, de inconfundible perfume de hormonas adolescentes, la recuerdo como si fuera hoy. 

Pero también suelo decir que aquel incendio se avivó cuando descubrí a los escritores bohemios de principios del siglo pasado, del siglo XX. Escritores atrabiliarios, heridos por su vocación y por su destino, eternamente románticos y melancólicos, políticamente incorrectos, comprometidos por lo que les rodeaba, que vivían de manera suicida por y para la literatura. Escritores que malvivían con el poco dinero que ganaban con alguna colaboración periodística o pidiendo dinero a sus amigos o familiares, o hasta de la más pura mendicidad; auténticos letraheridos como Alejandro Sawa, Emilio Carrere, Armando Buscarini, Pedro Luis de Gálvez, o en sus años de juventud Pío Baroja o Valle-Inclán, o como Baudelaire o Verlaine en Francia, enfermos de pureza artística, enfermos de letras y por las letras. Y no solo me sorprendía su amor incondicional por este oficio y su manera de vivir, también me llamaba la atención su querencia por los cafés, porque toda su vida giraba alrededor de ellos: allí se consumía el reloj de sus horas en tertulias interminables, allí hablaban con mujeres, se resguardaban del frío, hacían amistades, allí leían, escribían... 




Y es que el escritor de café siempre ha tenido mucho encanto y misterio para mí. Autores que acababan novelas, relatos, poemas sobre mesas frías de mármol, como lo hicieron también Pepe Hierro o Julio Cortázar, llevando a cabo lo que decía Buñuel otro enamorado de estos rincones de mundanidad, quien los consideraba rincones de meditación. Por aquellos años de adolescencia y de incipiente juventud, pensé en incontables ocasiones convertirme en uno de ellos, en ser un testigo de la vida que por allí pasaba, y a través también de sus ventanales, mientras escribía acompañado de tazas de café oscuro, copas y cigarrillos. 

Pero hay un género, entre todos, que está muy relacionado con estos lugares. Me refiero a la columna periodística, al artículo de opinión. Los grandes y míticos escritores de periódicos trabajaban allí. César González Ruano, Julio Camba, Azorín, Eugenio D'Ors o Francisco Umbral llevaron a este género a sus más altas cotas artísticas en aquellos templos, en aquellas escuelas de vida. Son referentes claros de un género que ya no se escribe en cafés, porque el mundo ha cambiado y las cosas no son iguales. Ahora nadie escribe en ellos, o quizá algún nostálgico al que nadie entiende y a quien se mira con extrañeza. Los cafés son ya otra cosa y para otra cosa; reflejo de un mundo rápido y estresado. 

Estos escritores tienen la culpa de que la columna de opinión sea uno de mis géneros preferidos. Escribir para los periódicos es una prueba para cualquier escritor. Un trabajo de verdadera síntesis y sobriedad en el que se pueda oler el perfume de la realidad y con el que se pueda reflexionar y hasta emocionarse. Es el soneto del periodismo, decía Umbral. Pero no es un poema ni un relato, tampoco la fría enunciación de una noticia, ni es solo una opinión del que escribe; aunque lo es todo. Porque la columna es la mirada de un escritor. La mirada sensible y comprometida de alguien que ha nacido para ser testigo. La mirada, incluso, de alguien que comprende la naturaleza tan evanescente y caduca del periódico, que deja de existir en unas pocas horas, aunque sea digital, porque nace con vocación de pasado desde el primer minuto que aparece ante los lectores; y, a pesar de ello, con tanta importancia, resonancia y prestigio. 

Con el paso de los años, me convertí en escritor, pero no en un escritor de café, pues cada uno debe vivir su tiempo, siempre distinto, ya sea mejor o peor. Aunque la pasión y la vocación de aquellos escritores que consumían su vida en ellos están en mí marcados con hierro candente. Aunque el placer de escribir para los periódicos ya sea en papel, en formato digital o lo que traiga el futuro, será eterno. 

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