"Pueblos". Relato rocambolesco sobre la despoblación
(Relato rocambolesco
sobre la despoblación)
Lo pude comprobar el pasado fin de semana. Yo soy un tipo muy urbano, un urbanita marcado a fuego, mi lugar natural –y que sea por mucho tiempo– es mi ciudad de Madrid. A mí que no me saquen de la capital, porque ni quiero ni me muevo bien fuera de esta urbe. El campo me es algo muy desconocido, y las veces que he estado en él en mis casi 35 años de vida, me han salido hasta sarpullidos, no he sabido moverme allí.
Pero a lo que iba. El fin de semana pasado pude comprobar por mí mismo eso que llaman el despoblamiento de las zonas rurales, lo vacíos que están quedando cientos de pueblos españoles, al borde muchos de estar sin habitantes, asunto que parece preocupar una barbaridad, y que leemos y escuchamos en todos los sitios.
Mi mujer tenía ganas de ir a una casa rural en un pueblo de la profunda Castilla. Debemos hacer algo diferente, me dijo, acercarnos al campo un fin de semana; respirar, hacer ejercicio. Yo, la verdad, que no tenía ninguna ilusión por todas esas cosas, y además estamos en diciembre y a mí el frío me enferma, y en el campo seguro que se te tenía que congelar hasta el bigote. Pero le hice caso, le dije que sí -cómo negarme-, y que reservase por Internet habitaciones en la casa rural.
Así que nos fuimos con el coche a la Castilla profunda, a la Tierra de Campos, el sábado muy tempranito, sin que hubiera salido aún el sol, y yo con más sueño que vergüenza. En cambio, ella conducía bien despierta, ilusionada, y con los ojos muy abiertos.
A un escaso kilómetro de entrar en el pueblo, ella me despertó. Vamos, hijo, gritó, parece mentira el poco espíritu aventurero que tienes. Aquí vas a respirar aire sano... Y poco después fuimos entrando despacito por unas calles en las que no encontramos un alma, y ya eran casi las diez. A mí ya aquello me provocó cierta inquietud. Era un pueblo con todas las persianas cerradas y en el que solo vimos un coche aparcado a la puerta de una de ellas, un viejísimo Seat 127 rojo, de los que ya creía que no existían.
No fue difícil encontrar la casa rural porque, sorpresivamente, había varios paneles que nos indicaron su ubicación cruzando todo el pueblo que, de todas maneras, era pequeño. Aparcamos. No había más coches por allí, y supuse que íbamos a ser los únicos huéspedes, como así fue hasta que nos marchamos.
En recepción nos atendió un joven guapo y atractivo que no pasaría de los 25, asunto que me sorprendió, ¿qué hacía allí este chico?, y que, con una sonrisa de dientes blanquísimos de anuncio, nos entregó la llave de la habitación. Después nos duchamos y nos pusimos ropa cómoda. Era la una de la tarde y bajamos a comer al comedor. Mi mujer quería que llenásemos la barriga cuanto antes, ya que estaba ansiosa por salir a caminar por ahí, aprovechando las pocas horas de luz que hay en invierno.
Y así lo hicimos. Sin dejarme ni que me lavara los dientes, me hizo ponerme el abrigo, el gorro y nos fuimos al trote por el primer camino que había a la derecha. Pronto me dieron ganas de fumar y me paré a encender un pito, pero ella lo agarró y lo tiró a un lado del camino. Aquí no se fuma. Aquí todo es sano, me increpó. Y seguimos caminando hacia no sabíamos dónde, mientras cada vez hacía más frío y la niebla iba, lentamente, bajando. ¡Lo que se hace por el amor y por la mujer de uno!
Cuando ya llevábamos un buen rato sin parar, dejando campos, viñedos horribles y arboledas esqueléticas por el invierno, ella se dio cuenta de que ya estaba cansada y quiso volver. Me quité los cascos por los que estaba escuchando el partido del Madrid, y le dije que sí, que ya era hora, mientras me miraba con una cara de cansada que no podía con ella, y tiritando de frío. Y nos pusimos a ello, y no quise decir nada, pero mucho temí que nos habíamos perdido. Pero, sorprendentemente, ella se había fijado en todo y regresamos a la casa rural con el anochecer y sin ver demasiado por la niebla.
Así, nos desnudamos y nos metimos en la ducha caliente. En la ciudad no hacía tanto frío, de eso estaba seguro. Después me tumbé en la cama y no podía ni moverme. Me puse la radio en los cascos y el partido del Barça en la televisión, y no me iba a mover en el resto de la noche de lo cansado que estaba. Ella también se echó a mi lado y nos quedamos dormidos.
A la hora me despertó. Que tenía hambre y que fuéramos a cenar. Yo también quería comer. En el comedor bien decorado con motivos rurales y sin un alma, seguía sin llegar nadie más a la casa rural, nos sirvió muy amable y con la sonrisa fingida el chico de la recepción y que parecía ser el último que trabajaba allí. Hay que reponer fuerzas, me dijo ella, porque después hay que pasear por el pueblo, aún no lo conocemos. Ya me dio el disgusto. Estuve a punto de decirle que quería volver ya mismo a nuestro apartamento de 50 metros cuadrados y sin calefacción en el centro de Madrid, y que todo esto me parecía muy aburrido y muy triste y desesperante. Creo que nunca había escuchado el sonido del silencio, lo que era el silencio total y verdadero, y me daba pavor. Pero no dije nada, cualquiera le decía eso a mi mujer.
Al terminar, salimos agarrados de la mano. Sin prisa, y abrigados hasta las cejas, recorrimos las calles. No había sentido más miedo desde hacía mucho. Entre la niebla, y con una escasa iluminación de las farolas que le daba a las calles un aspecto fantasmal de película de terror, y resonando cada paso que dábamos, no encontramos a nadie por ningún lado. Solo se nos cruzó un gato negro que salió de una de las casas deshabitadas, y que nos miró desafiante. Casi todas las casas estaban abandonadas, y las que no lo parecían –muy pocas– tenían las persianas cerradas y no se veía ninguna luz ni un signo de vida por ninguna parte. Todo era silencio. La verdad es que daba pánico. Teníamos la sensación de que en cualquier momento algún perturbado podía salir de alguna parte y rajarnos la barriga. Todo era muy oscuro y muy gótico.
No más de seis habitantes viven aquí, y lo mismo en los pueblos de alrededor, nos dijo el chico de la sonrisa al volver a la casa. Pues qué pena, le contesté. No importa, dijo, la vida sigue...
Nos metimos en la cama y nos pusimos una peli. Pero pronto se fue la señal y nos quedamos sin imagen. Nos dio lo mismo. Estábamos tan cansados que solo queríamos dormir.
Por la mañana nos despertaron las campanas de la pequeña iglesia que vimos al entrar. Eran las once y ella me hizo levantarme para ir a misa. ¿A misa? Hace mucho que no lo hacemos, dijo. Vístete, ale. Sin duchar ni desayunar, allá fuimos. Y no había niebla, pero ahora soplaba un viento congelador que te cortaba la cara y las manos.
Entramos y vimos que solo había cuatro ancianas vestidas de negro en la primera fila, y oficiaba un cura negro y jovencito. Nos pusimos en la segunda fila. Al acabar nos fuimos de allí, ante las miradas recelosas y los comentarios burlones de las viejas, y ante la mirada sorprendida del cura, en busca de un vermú y un aperitivo. Nos lo preparó el chico de la sonrisa. Yo soy feliz aquí, nos dijo. No quiero más. El campo es mi vida, y ni chica quiero para mí, aseguró. Y se rio como un desquiciado. A mí me dio miedo, de verdad, todo aquí me lo daba. No veía la hora de irme.
Después de comer volvimos a los caminos. A andar y a andar. Y esta vez acabamos perdiéndonos. Se hizo de noche y ya creíamos que íbamos a morir congelados debajo de un árbol, cuando vimos unos faros a lo lejos. El coche llegó y el chico de la casa rural se bajó. Había venido en nuestra busca ya que se temía lo peor. La verdad es que quise darle un beso de lo alegre que estaba y se lo di: nos había salvado de una muerte prematura e injusta.
Una vez en nuestra habitación, le dije a ella –ya no pude resistirme– que nos marcháramos ya mismo de aquel lugar, que me hiciera este favor, que todo aquí era muy raro. Ella me miró con ternura, y me dijo que guardáramos nuestras cosas en la maleta. Perdóname tú a mí, me dijo, te he hecho venir cuando tú no querías. No pasa nada, mi amor, pero ¡vámonos ya!
Pagamos, nos montamos en el coche, y pisé el acelerador en cuanto salimos del pueblo. Ten mucha suerte, le dije al chaval al despedirnos.
En unas horas vislumbré, a lo lejos, las luces de la ciudad y me puse muy feliz. No sabéis cuánto. Mi mujer se despertó y me dijo que, quizá, en verano se está mejor en esos pueblos. Ni lo sé ni me importa, le contesté.
Está ocurriendo un film de terror a diario en estos lugares españoles. O un cuento de terror, lo que queráis.
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