Las Puertas de una casa agradable
Las Puertas de una casa agradable
"Olvidaos siempre de la violencia. Solo sirve para arruinar vuestra vida. Es una placa de cemento en el que no vuelven a crecer las flores...". La idea de este mensaje –aunque no tan bellamente expresada– ya se lo había escuchado alguna vez a mis padres y a algunos miembros de mi familia cuando comprobaban que aquel niño que yo era utilizaba la violencia, ya fuera sumido en el enfado ante cualquier situación que me molestaba o me irritaba, o cuando envidioso solo me quedaba aquella salida contra alguien, o al perpetrar la venganza por una injusticia que consideraba que lo fuera. Ya se sabe que a los niños y a los adolescentes les cuesta hacer caso de lo que les dicen, y que además realizan todo lo contrario. Ya podían repetirme mil veces cualquier cosa que yo no lo tenía en cuenta. También es verdad que había otros familiares que me animaban a usarla, que me decían que la única justicia real era el ojo por ojo y el diente por diente, que solo con puñetazos las personas te respetaban, y yo me ponía contento, porque parecía que eran los únicos que me entendían, y así conseguía, entonces, la excusa para utilizarla.
Pero hubo una vez que el mensaje de apartar la violencia me llegó muy dentro y me hizo reflexionar. Y no fue porque me lo repitieran en casa. Ocurrió un verano en el pueblo de mi abuela donde pasaba las vacaciones tras el curso escolar. Una tarde estábamos un grupo de amigos a la entrada del pueblo, bajo una fila de árboles cuyas hojas eran acunadas por una agradable brisa, y los rayos suaves del sol creaban en ellas un bello mosaico de tonalidades doradas. Hubo una discusión, y pronto varios de mis amigos se enzarzaron en una pelea. En mitad de la disputa, de repente escuchamos las palabras de aquel hombre: "Parad. Olvidaos siempre de la violencia. Solo sirve para arruinar vuestra vida. Es una placa de cemento en el que no vuelven a crecer las flores...".
Aquellas palabras salían de la boca de Ernesto, un vecino que pasaba las horas sentado bajo esos árboles hasta el anochecer y que se encontraba a pocos metros, en un banco. Mayor, jubilado hacía al menos treinta años por un accidente en un astillero del norte donde viajó en busca de trabajo en los años 60, soltero desde siempre, extrañamente no gastaba el aspecto del típico anciano de pueblo. Siempre en su cabeza una gastada visera que anunciaba la publicidad de una marca desaparecida de refrescos, con una honorable barriga, y sin dejar de mirar el cielo fumando de vez en cuando un cigarrillo de tabaco negro, como en trance, aquel hombre trasmitía paz, mucha paz, y confianza, aunque nunca había hablado con él, aunque también me provocaba cierta extrañeza por estar tantas horas allí sentado en soledad y no parecer necesitar ninguna otra cosa.
"No perdáis el tiempo, muchachos –siguió diciendo–. Cada vez que peleáis, la belleza que luce en vosotros deja de brillar. ¿Queréis convertiros en ancianos antes de tiempo? Cada vez que os golpeáis y discutís, la vida huye de vosotros y dejáis de ser niños". Al escucharlo, mis amigos dejaron de pelearse, y nos miramos con estupor. Nadie nos había dicho esas cosas de aquella manera tan relajada, llena de poesía y experiencia vital. Por su boca salían perlas. Él nos miraba con una sonrisa tan amable y relajada que parecía las puertas de una casa acogedora. No supimos lo que hacer, y confundidos, nos fuimos de allí en silencio, sabedores de que aquel hombre era distinto a todos los adultos que habíamos conocido.
Aquello me marcó. Empecé a sentarme a charlar con él bajo los árboles, y poco a poco fui entendiendo lo que en casa me habían dicho sobre la violencia y sobre muchas cosas más. Pasado el tiempo comprendí también que Ernesto nos había enseñado el poder que poseen las palabras y la poesía para solucionar las situaciones, y que la vida es mucho mejor si se opta por la comunicación y por la belleza.
Todos necesitamos un Ernesto en algún momento de nuestra existencia para hacernos despertar. Y me apena que muchos no lo hayan encontrado, ni que nunca lo encuentren. Alguien que te haga entender que la violencia devora todo lo que encuentra a su paso. Que, como decía Baroja, solo golpea quien no se ama a sí mismo.
La enseñanza de un Ernesto –pongo estos ejemplos– tenía que haber tenido Will Smith para no meter la pata en aquella gala de los Oscar de hace unos años en la que propinó una bofetada al presentador cuando este dijo cosas en tono irónico sobre su esposa. Un Ernesto hubiera necesitado también el tenista alemán de ascendencia rusa Alexander Zverez, cuando hace unos años, y a causa de su personalidad conflictiva y poco trabajada, fue expulsado de aquel torneo de ATP 500 en Acapulco, y que acabó ganando Rafa Nadal, por protestar de manera salvaje al árbitro en el partido de dobles y tras golpear la silla de este con su raqueta hasta acabar destrozada. Un Ernesto también debería haber pasado por la vida del oscuro jerarca Putin, que apuesta por los instintos más bajos.
Un Ernesto, en definitiva, para todos aquellos que no entienden que, bajo los árboles de una bella tarde estival, en la sombra de un mosaico de cálidos tonos, el cielo es un espectáculo de sonrisas: las puertas de una casa agradable.
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