Aquella noche de sábado de las Fiestas de San Mateo

    
Los carruseles de Valladolid, en el barrio de la Rubia

  

Aquella noche de sábado de las Fiestas de San Mateo

                                                             
                                                                                                                                   Por Jorge Alonso Curiel 


No lo podré olvidar. Ocurrió en septiembre de 1987, un sábado durante las Fiestas de San Mateo de mi ciudad Valladolid, a mitad de mes, cuando tenía doce años. Seguía siendo un niño, pero yo quería hacer cosas de mayores; tenía inquietudes. Valladolid estaba de gala por sus fiestas, y cada tarde y cada noche era un hervidero de vecinos que salían a las calles y de visitantes que querían vivir nuestra ciudad en estos días de celebración. A mí me encantaba que llegaran estas fechas por muchas razones: por la alegría que se respiraba en toda la ciudad, por las visitas que hacía con mis padres y familiares a bares y restaurantes que no solíamos ir el resto del año, por los fuegos artificiales que cada noche llenaban de color y furia el cielo de Valladolid, por la visita de costumbre a la Feria de Muestras, y, sobre todo, por ir a los carruseles con mis padres para montarme en todas las atracciones que me dejaran, porque yo quería disfrutar de todas. 

Pero había una cosa que no me permitían hacer y que yo deseaba. Me llevaban por las tardes a los carruseles, que por aquellos años estaban situados en los Jardines de la Rubia, en la zona sur de la ciudad, y me lo pasaba en grande. Aunque lo que yo deseaba era ir, como hacían ellos con sus amigos, en la madrugada, porque aquello debía de ser muy especial, porque se tenía que disfrutar de la feria mucho más a esas horas, de una manera distinta y casi mágica, como hacían los adultos. Pero no me dejaban acompañarles, claro que no; yo no tenía aún la edad para esos asuntos a aquellas horas intempestivas para un crío como yo.

Esa idea no me dejaba de rondar la cabeza; y aquella noche de sábado, cuando salieron de casa para cenar con sus amigos y luego pasar un rato agradable en los carruseles, yo me dije que esa misma madrugada iba a visitar la feria como un adulto más. Mi hermana mayor, que era la que siempre se quedaba en casa a regañadientes para cuidarme cuando ellos salían, estaba en el sofá mirando una película, y sabía que en algún momento, como siempre le pasaba, se iba a quedar dormida, y que ese sería el momento indicado para salir de casa. 

Me levanté en silencio de la cama varias veces, con mucho nerviosismo, para comprobar si ella ya tenía los ojos cerrados, pero no fue hasta mi cuarta visita al salón que la descubrí en brazos de Morfeo. Entonces volví a mi cuarto y me vestí lo más rápido que pude, luego me peiné en el servicio y salí de casa cerrando la puerta muy despacito, haciendo el menos ruido posible. No me monté en el ascensor, y bajé por las escaleras también sin que nadie me notase. Y por fin llegué a la calle... Recuerdo ese momento que nunca podré olvidar: estaba solo en aquella acera, delante de mi portal, sin la compañía de mi familia y sin la compañía tampoco de mis amigos del barrio; no sentí ningún vértigo ni ningún miedo, me sentía libre, como un adulto, como una persona mayor, que era lo que quería...

Así giré la esquina y me encaminé a los carruseles que no quedaban lejos de mi casa. En eso tuve suerte, porque, quizá, si la Feria hubiera estado más lejos o incluso en la otra punta de la ciudad, hubiera tenido más reparos en vivir esta aventura. Iba caminando, mirando a todas partes, temiendo por si algún vecino o conocido me viese, aunque sin dejar de sentir una alegría inmensa por lo que estaba haciendo. Tuve suerte y no me encontré con nadie que me conociera, me cruzaba solo con parejas de novios y con grupos de matrimonios que charlaban relajadamente camino de la Feria, y la cual se hacía notar desde lejos con sus luces, sus sonidos y su música.

Cuando llegué a la entrada de la Feria, la sensación fue indescriptible. No lo podré olvidar: era la alegría y la satisfacción de haber sido capaz de llegar hasta allí solo, en un acto de independencia, y quizá de rebeldía, que bullía en mi interior; era la sensación de sentirme importante, de hacer lo que los mayores hacían con total normalidad, y yo mismo era capaz también de hacer. Era la una de la madrugada y me puse a caminar despacio descubriendo cada caseta y cada carrusel como si fuera la primera vez que los veía. Aquello era diferente; la feria no era igual, transmitía otras sensaciones a esas horas de la noche que cuando yo la visitaba. Y me gustaba mucho. La Feria me gustaba mucho más de esta manera. La noche me atraía.

No me monté en ninguna atracción, porque no me atrevía; ni tampoco me compré un algodón de azúcar ni unos churros, ni tiré con la escopeta en alguna caseta para conseguir algún regalo; no hice nada más que pasear y mirar todo aquello con otros ojos, como si estuviera en una nube de la que nada podría bajarme. Recorrí varias veces las calles de la Feria, y no me cansaba. Y así estuve no sé cuánto tiempo. Hasta que, en un momento, vi de lejos a mis padres con sus amigos... 

Pensé en ocultarme; también en salir corriendo en dirección contraria para que no me vieran y volver a casa. Pero lo que hice -el sentimiento de culpa me embargó- fue llegar hasta ellos. Cuando me vieron, no podían salir de su asombro; les noté también algo aterrados. Les dije que les echaba de menos, que no podía conciliar el sueño y que mi hermana se había quedado dormida. Mi miraron con mucha ternura, y sus amigos también lo hicieron así. Sabía que no me creían; no tenían ninguna duda de que había salido de casa porque quería vivir la Feria por la noche como les había dicho muchas veces en aquellos días, como el niño tan inquieto que era. Lo único que hicieron fue abrazarme; la regañina llegó en casa después, y también al día siguiente...

Ha pasado el tiempo, y sigo viviendo las fiestas de nuestra ciudad con aquella ilusión -o al menos lo intento-, aunque es verdad que con menos inocencia. Y estas próximas que han comenzado el pasado 3 de septiembre y que terminarán el domingo 12, y que desde el 2000 no son de San Mateo, que son de la Virgen de San Lorenzo, lo voy a volver a intentar. 








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