El Detective Sandro (Relato corto)




EL DETECTIVE SANDRO


Por Jorge Alonso Curiel 


¡Dale, Antonio, dale, no te pares, por tu madre! ¡Deprisa, deprisa! Ahora te cuento todo, pero ni se te ocurra detenerte en ningún lado. Tira hasta el despacho y ahí ya vemos lo que tengo, que me parece que es bien gordo, pero espero que me equivoque... ¡La madre que me trajo al mundo...! Que no, Antonio, que no ha sido así. Que esto no era un asunto oscuro ni turbio, o así me lo parecía, era un tema como otros de infidelidad, o como mucho de celos, o de celos enfermizos, quién sabe, pero sin nada extraño. Una mañana llegó a verme un tipo de casi dos metros de altura y muy serio, un ruso muy colorado con cierto aspecto de peligro, que hablaba de puta pena español, y que me pedía que siguiera a su mujer porque le olía que le estaba engañando, y necesitaba que se lo confirmase. Me contrató por una semana entera y con todos los gastos pagados. Un chollo de caso. Al mismo día siguiente me puse a hacer el seguimiento. Se trataba de una rusa despampanante de unos treinta años, con una melena rubia hasta la cintura, y un tipito de infarto. Y la he seguido todos estos días: a las tiendas, al mercado, cuando ha quedado con sus amigas... Y nada, nada, Antonio, no ha engañado al ruso en ningún momento. El ruso este debe de ser un paranoico o un enfermo. El asunto es que desde el primer día hice una cosa que no debí hacer, y de la que ahora me arrepiento muchísimo. Al final de ese primer día la seguí hasta su casa, un chalé de lujo de la urbanización “Las Caleñitas”. Aparqué enfrente, y aproveché ya para comerme el medio bocata que tenía tirado por ahí, y para fumarme un Marlboro. En eso que vi encenderse la luz de una habitación de la primera planta de la parte derecha del chalé, no de la fachada principal. Y vi que enfrente de esa habitación había un árbol enorme y frondoso, con muchas ramas. No lo pensé ni un segundo y me subí a él como pude. Tras arañarme y jurar en hebreo en silencio varias veces, llegué a una rama desde la que podía ver sin ninguna dificultad el dormitorio encendido de esta muñequita. Y desde esa noche, y bien escondido entre la frondosidad del árbol y la oscuridad, pude ver cómo se desnudaba llevando a cabo todo un ritual lento y repleto de sensualidad: su ropita elegante, sus medias, sus ligueros, su braguita, su sujetador... Y después siempre se metía en el servicio, a la ducha, y ya dejaba de verla. Yo aprieto la pierna con las manos, sí, Antonio, no te preocupes, parece que lo controlo. Tú, acelera, písale todo lo que dé el pedal, deprisa... La cosa es que todas estas noches, y aprovechando también el buen tiempo de esta primavera, me la he meneado como un mono mirando a la tía, no te digo más. He tenido orgasmos riquísimos, como hacía tiempo, ¡uf! ¡Ya me vale! No tengo perdón, ya lo sé. Hasta que esta noche, la última noche de trabajo, he metido la pata hasta dentro. Unas ardillas, o yo qué sé lo que eran los bichos que se me han puesto en la cabeza, me han pegado tal susto que la rama ha crujido y me he resbalado y he caído al suelo. Con mis gritos y todos los ruidos, ella se ha puesto rauda una batita y ha salido al balcón. Al descubrirme allí tirado, en la yerba quejándome como un pelele, no ha hecho otra cosa que meterse dentro y volver a aparecer en unos instantes con una pistola, y empezar a dispararme entre insultos que no entendía. El primer tiro me dio de lleno en la pierna que seguro ya me había roto. Así, me levanté como pude y salí de allí a trompicones, mientras las balas me rozaban o impactaban en los árboles sin parar, hasta que acabó el cargador. Seguí andando por el pequeño bosque hasta que llegué hasta la autovía, y escondido entre unos arbustos te llamé. ¡La madre que me parió, Antonio! ¡Que eres muy grande, mi amigo!

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