"Perder el Sentido". Artículo sobre el Poder de la Belleza
Perder el Sentido
Nunca he sufrido, o disfrutado según como se mire, el llamado Síndrome de Stendhal, también conocido como Síndrome de Florencia. Esta enfermedad psicosomática tan poética y tan curiosa es conocida así debido al célebre escritor francés antes citado –autor de entre otros libros de Rojo y Negro o de La Cartuja de Parma– cuando en 1817 sufrió tan intensos temblores, vértigos y mareos al entrar en la basílica de Santa Cruz de Florencia que hasta llegó a perder el sentido: su ser no soportó tanta indescriptible belleza y aquello le provocó un colapso que le hizo desplomarse en el suelo. La verdad es que se trata de un asunto altamente lírico y romántico: perder la consciencia por ser testigo de la hermosura nunca imaginada, ni esperada, y no poder soportarlo y ahogarse de pura maravilla, de la más refinada y excelsa beldad, y que, aunque sea increíble, parece que reside entre nosotros.
Para Stendhal fue una experiencia que le cambió su vida, y además lo describió detalladamente en un libro que recomiendo y que tiene el título de Nápoles y Florencia: Un viaje de Milán a Reggio. Muchas veces he deseado sentir en mis propias carnes este estado que conduce al desvanecimiento, este éxtasis espiritual que no es religioso, aunque muchos místicos han descrito cosas parecidas en su unión con Dios. Y eso que he visitado catedrales maravillosas, bellas iglesias, algunos monumentos que están entre las diez maravillas del mundo. También he disfrutado de atardeceres y de amaneceres increíbles, de momentos e imágenes insuperables en lo más profundo de la naturaleza, o incluso he tenido la suerte de contemplar cuerpos perfectos, enteramente perfectos, de mujeres que parecían venir de un ensueño o del mismo paraíso. O también, por añadir algo más, he sido agraciado con la gran fortuna como lector y como espectador de cine y teatro de haberme bebido obras extremadamente sensibles y bellas, de una altura insuperable de poesía, emoción y conocimiento.
Pero, lamentablemente, nunca he llegado a perder el sentido y caerme al piso, raptada mi alma por los arcángeles que moran en los terrenos de la más alta estética, en total sintonía, quién sabe, con el secreto íntimo de la creación. Y uno no puede ser el mismo después, y Stendhal nos los explica con todo detalle, y tiene razón. De cualquier modo, sea como sea, con pérdida del conocimiento o no, creo en el poder de la belleza, de la poesía, de la cultura y del arte para no solo disfrutar de una experiencia conmovedora sino también para mejorar a las personas, para convertirlas en seres más comprensivos, más delicados y civilizados, en mujeres y hombres más empáticos y humildes, a pesar de los ejemplos en la historia de lo contrario.
Con este tema recuerdo lo que le ocurría a un vecino del pueblo de mi madre. Hace unas cuantas décadas este hombre, que se le conocía en la comarca como "El iluminado" en tono burlón y de quien se mofaban sin recato, sufrió a su modo sin que él lo supiera ni que nadie se lo dijese, este síndrome. La primera vez que fue a Valladolid, recién cumplidos los dieciocho años y el día antes de ingresar en el cuartel para iniciar el servicio militar –corría el año sesenta y dos–, mientras estaba paseando por los alrededores de la majestuosa Iglesia de San Pablo, pasó cerca de una muchacha morena que estaba sentada tomando el sol y disfrutando de la agradable brisa de esa inaugurada primavera. La chica debía de ser tan hermosa, tan increíblemente preciosa y delicada –nunca había visto a una mujer así en su vida en el pueblo–, que se detuvo delante de ella sin ningún recato, a unos pocos centímetros, y sin poder cerrar la boca y sin ser capaz tampoco de cerrar los ojos se desmayó como un pajarillo sediento.
Pero más aparatoso fue lo que le ocurrió tres años después, en su vuelta a la capital con unos amigos del pueblo. En una noche les dio por ir a una casa de citas para pasar un buen rato al lado de una muchacha, y en su caso con el fin de desvirgarse de una vez por todas, ya que no había tenido nunca una novia ni ninguna relación. Y allí se topó con una mujer tan alta, tan elegante, tan rubia, de piel tan increíblemente nívea, seguramente de ascendencia germánica, y que olía tan bien, que se quedó estupefacto, paralizado, el corazón se le salía del pecho y le retumbaba en las sienes, aunque fue capaz segundos después de pasar a la habitación en su compañía. Pero pronto, cuando aquella diosa cerró la puerta y le hizo recostarse en la cama junto a ella, el chico se desmayó y ella entró en pánico porque creyó que ese joven había viajado a la otra vida, y porque recientemente dos hombres maduros, con unas pocas semanas de diferencia, se le habían muerto en ese mismo lecho en pleno acto amoroso. Se armó un buen escándalo, la chica no dejaba de llorar inmersa en un ataque de ansiedad y creyéndose maldita u objeto de algún mal de ojo, y tuvieron que tranquilizarla entre todas sus compañeras y todos los clientes que habían salido de las habitaciones al oír los gritos. Al final, el chico volvió en sí y todo acabó en un buen susto...
Bueno. De todas maneras, y lo repito, me encantaría desvanecerme en alguna ocasión por estar ebrio de la más serena y equilibrada beldad, por ahogarme de uno de los asuntos más valiosos que uno puede sentir en esta vida y que le concede un auténtico sentido y una luz profunda.
Lo que tengo claro es que seguiré siendo un buscador de ella, de la belleza que es la más alta poesía, y un buscador también del Síndrome de Stendhal. Un amante de aquello que no posee ninguna cara oculta y que te enriquece sin pedir nada a cambio.
Quedarse bloqueado ante la belleza no es tan raro. Cuántas veces tengo que descansar mientras leo un pasaje especialmente inspirado. De todos modos, lo que realmente me seduce es la belleza interior.
ResponderEliminarUn abrazo.
Las dos te pueden quedar bloqueado, es verdad. Y somos muy afortunados de poder sentirlo. Sigamos en su busca. Un enorme abrazo compañero.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
Eliminar