"E.T.": La Película que no quería ver. 40 años del estreno de este film inolvidable

 



    E.T.: La Película que no quería ver

                                                       

                                        Por Jorge Alonso Curiel


Es un día que nunca olvidaré. Aquella tarde de un frío viernes de diciembre de 1982 que vi sin desearlo, en una sala abarrotada de público, E.T. el extraterrestre, en la primera vez que fui a un cine.

Tenía siete años, y desde al menos quince días antes no había habido ni un solo minuto en el que no le hubiera repetido a mi madre que quería ir a ver la nueva película del grupo musical infantil Regaliz, que tanto estaba de moda por aquel entonces en España –y que competía directamente con Parchís, el otro exitoso grupo infantil del momento–, y que con sus canciones tan pegadizas e inocentes –y con sus coreografías tan llamativas y divertidas– hacían las delicias de todos los pequeños de aquella época. La película se titulaba Buenas noches, señor monstruo, dirigida por el gran Antonio Mercero, y se anunciaba en televisión; se trataba de una trama en la que los cuatro niños miembros del grupo vivían una historia paródica llena de aventuras y carcajadas en el castillo de Drácula, y con otros personajes como Frankestein, el Hombre Lobo y el jorobado Cuasimodo.

Yo estaba que me moría por ver aquel estreno, como así estaban también todos mis compañeros de clase con los que hablaba de ella sin parar en los recreos. Y tanta fue mi insistencia, que mi pobre madre accedió a las súplicas, a las rabietas y hasta a algunos lloros de su insoportable niño pesado; no entiendo cómo me aguantó en aquellos días; las madres tienen el cielo ganado.

Puedo asegurar que hasta que llegó la tarde de ese viernes viví sin vivir en mí, que los días se me hicieron inacabables, logrando que mi euforia y mi expectación se acrecentasen cada segundo: ¡Estaba tan nervioso por ver aquella película que no dejaba de dar saltos, como si estuviera poseído por un diablo! Pero aquello tampoco era tan extraño, porque así nos comportamos cuando somos niños, o al menos muchos niños; y hasta incluso, ya adultos, algunas veces tenemos también este comportamiento casi histérico e infantil por algunas cuestiones, aunque lo disimulamos mucho mejor. Y es que recuerdo también que hasta tenía sueños por las noches con la película, en los cuales yo era un miembro más de Regaliz y vivía las aventuras de aquella trama que, vista hoy día, era muy básica y simplona, y que cantaba y bailaba con ellos las canciones que tanto nos gustaban.

Y el día llegó. La tarde de aquel inolvidable viernes de invierno al fin se hizo realidad, y después de comer, tras haber llegado del último día de clase por las vacaciones navideñas, mi pobre madre me hizo lavar los dientes, me peinó y después me vistió con una ropa nueva que hacía pocos días me había comprado.

Y allá nos fuimos. Yo sin dejar de dar saltos por la calle de camino al mítico cine Vistarama de Valladolid, en el barrio de la Rondilla, sin importarme el intenso frío, y mi madre repitiéndome: "¡Ven que te abrocho la cazadora; te vas a acatarrar! ¡Cálmate!". Qué feliz estaba aquel niño; aún lo recuerdo con claridad. Es uno de los recuerdos más nítidos de mi infancia y de mi vida.

Al llegar, vimos que había una cola larguísima de padres con sus hijos en la puerta. Parecía que todos los niños de la ciudad no querían perderse aquel estreno. Mi madre había comprado ya la tarde anterior las entradas en la taquilla y no peligraba el quedarnos sin poder entrar. "¡Es uno de los días más felices de mi existencia!", le dije a mi madre que se reía ante mi nerviosismo. "¿Y si no te gusta?", me preguntó. "¡Pero cómo no me va a gustar! ¡Si es todo lo que quiero en la vida!", respondí. Y en otro momento le pregunté: "¿Pero por qué tenemos que esperar tanto? ¿No puedes hacer alguna cosa para que podamos entrar de una maldita vez?". "Ten paciencia, Jorge, no tardaremos. Todos estos niños tienen también derecho a disfrutar de la película".

Por fin entramos. Al fin. Y antes de meternos en la sala, en la puerta del servicio, ella me preguntó si tenía ganas de orinar porque la película duraba hora y media y no quería estar saliendo a oscuras molestando a todos a mitad del metraje. "¡Yo no necesito nada!", le contesté enfadado, pensando que ella solo me quería hacer sufrir dilatando nuestra entrada a la sala. 

Al llegar a la puerta, un acomodador nos revisó los tickets y le acompañamos hasta nuestros asientos. La verdad es que ya no cabía un alfiler. Apenas había unas pocas butacas libres que pronto se ocuparon. Era el gran estreno de aquella Navidad, y de aquel año; no había dudas. El ruido era ensordecedor: el griterío de los niños se mezclaba con las voces de los padres. Recuerdo que cerca de nosotros algunos ordenaban a sus pequeños que no se movieran de la butaca en toda la película, que en el cine había que saber comportarse, y que si no, no volverían nunca más a un cine y que estarían castigados seis días sin ver la tele; como también algunos otros les daban la merienda, bocadillos que sacaban de una bolsa de tela envueltos en papel de aluminio, y les amenazaban con que si no se lo comían, los Reyes Magos se iban a enfadar y ese seis de enero no les iban a dejar en los zapatos ningún paquete. Y hasta recuerdo que una madre sacó también de otra bolsa una cantimplora de explorador, seguramente llena de fanta de naranja o de Coca Cola, para que su hijito pasara el bocata...

Y a las seis en punto, sin un instante de retraso, bajaron la intensidad de las luces, y pude ver cómo las cortinas que cubrían la gran pantalla –porque antes había cortinas en los cines– se iban descorriendo despacio –una hacia la parte derecha y otra hacia la izquierda– hasta dejar ante nuestros ojos la pantalla más blanca y más pura que nunca he vuelto a contemplar; una blancura tambien que no he vuelto a ver en ninguna otra parte. No podré olvidarme de esa blancura, de esa pureza. Así me recosté en el respaldo de la butaca, teniendo la certeza de que ya nadie podría impedir que viera aquella cinta, aquella historia por la que había vivido en una nube de nerviosismo extremo, sin vivir en mí.

Al apagarse completamente las luces, se hizo el silencio. Todos los niños se callaron por obra de lo que parecía un milagro y los padres resoplaron con alivio. De repete las imágenes tiñeron aquella pantalla, y pude ver la imagen de un planeta rodeado de estrellas brillantes y las letras en la zona inferior que decían UNIVERSAL.

Aquello comenzaba bien. Era una imagen preciosa que impactaba a todos los espectadores. La película iba a empezar. Y así lo hizo.

Pero pronto me di cuenta de que ocurría algo. Que aquello no iba como esperaba. En las primeras imágenes no aparecían los miembros del grupo Regaliz, tampoco sonaban sus canciones, y en cambio veía unos actores que no conocía y que no salían en los trailers que habían pasado por la televisión, y además la acción estaba situada en una casa norteamericana que poco tenía que ver con el castillo del Conde Drácula... 

Ni corto ni perezoso, olvidándome de la cobardía y del miedo que tanto me definían por aquella época, y en aquel silencio tan amenazador, le dije a mi mamá que esto no era lo que esperábamos, que aquella no era la película que habíamos ido a ver. Ella, tan sorprendida como yo, no supo lo que decirme, y lo que hizo fue preguntar a otra madre que estaba sentada al lado: "¿Pero esta no es la película de los monstruos de Regaliz?". "Esa la pasan en otro cine, en la Sala Cervantes. Esta es E.T., de Spielberg", le contestó. Mi pobre madre se había equivocado de cine y de película...

Me sentía totalmente decepcionado; frustrado. Pero no dije nada; no me atreví a recriminarle su grave error en medio de ese silencio. "Perdóname, Jorge. Compré mal las entradas", me dijo con su rostro preocupado, reflejándose en él la luz de la pantalla. Yo ya no quería mirar aquella película; solo quería irme. No tenía ningún interés. La vida era injusta. El mundo se me había caído a los pies. En algún momento quise llorar, armar una de mis pataletas tan sonadas, pero ya digo que allí no me atrevía. Tanto tiempo esperando esta tarde de viernes... y ocurría esto. ¿Y ahora qué les diría a mis amigos y a mis compañeros de clase? Ellos habían visto la cinta, y yo no. ¡No podría hablar de ella! ¡Qué disparate! Así, no tuve otro remedio que callarme y mirar aquella historia de un niño triste norteamericano cuyos padres se habían separado. 


Pero lo más sorprendente, y que no esperaba, fue lo que ocurrió poco después. Aquella historia comenzó a interesarme. Sobre todo fue así cuando apareció en la pantalla un extraterrestre muy divertido y lleno de ternura que había llegado en una nave a la Tierra y que se ocultaba en la casa de la familia del niño protagonista llamado Elliot porque se habían olvidado de él a la hora de partir de nuevo a su planeta. Y pronto empecé a vibrar con todo lo que me contaban, con aquella historia que sabía envolverme a mí como al resto de niños que estábamos allí sentados. Aquello era todo un espectáculo; auténtica magia; puro cine. La película que no quería ver acabó siendo la mejor película que había visto en mi corta existencia. Me encantó. Salí del cine con la sensación de que había visto algo muy importante. No podré olvidarlo. 

Cuarenta años más tarde, nada menos que cuarenta años, puedo decir que fui uno de los privilegiados que vi esta obra maestra en un cine en el mismo día de su estreno. Una cinta que marcó una época y a toda una generación, y que logró que cayera embrujado por este arte tan maravilloso y que iniciara mi carrera cinéfila. Porque ese día empezó mi locura por el cine. A veces las mejores cosas pueden llegar de lo acontecimientos más imprevistos o incluso de los errores. A veces la vida no es tan injusta. 

No vi esa Navidad Buenas noches, señor monstruo; no quisieron llevarme de nuevo al cine, pero no me importó. La vi años después, durante la adolescencia, como mera curiosidad de lo que aquel viernes me había perdido. Pero en aquella primera vez que entraba en un cine, en aquel día de pura magia, no perdí nada, sino todo lo contrario. 


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