"E.T.": La Película que no quería ver. 40 años del estreno de este film inolvidable
La primera vez que fui a un cine, vi una película que no quería ver. Fue un frío viernes de diciembre de 1982, tenía siete años, y vi, la tarde de su estreno, en una sala abarrotada de público, E.T., el extraterrestre.
Durante veinte días no había habido ni un solo minuto en el que no le hubiera repetido a mi madre que quería ir a disfrutar de la nueva película del grupo musical infantil Regaliz, tan de moda por aquel entonces en España, y que con sus canciones tan pegadizas hacían las delicias de los pequeños. Se titulaba Buenas noches, señor monstruo, dirigida por el gran Antonio Mercero, y se anunciaba en televisión; se trataba de una trama en la que los cuatro niños del grupo vivían una historia paródica llena de aventuras en el castillo de Drácula.
Me moría por ver aquel estreno, como así estaban también mis compañeros de clase. Y tanta fue mi insistencia, que mi pobre madre accedió a las súplicas de su insoportable niño; las madres tienen el cielo ganado.
Puedo asegurar que, hasta que llegó la tarde de ese viernes, viví sin vivir en mí, los días se me hacían interminables. Hasta por las noches tenía sueños en los que me convertía en un miembro más de Regaliz y vivía aquellas aventuras de la película.
Y el día llegó. La tarde de aquel viernes de invierno al fin se hizo realidad. Había acabado el último día de clase antes de las vacaciones de Navidad, y después de comer mi madre me peinó y me vistió con ropa nueva.
Y allá nos fuimos. No dejaba de dar saltos de camino al mítico cine Vistarama de Valladolid, sin importarme el intenso frío, y ella repitiéndome: "¡Ven, que te abrocho la cazadora; te vas a acatarrar!". Qué feliz estaba.
Al llegar, vimos que había en la puerta una cola interminable de padres con sus hijos. Mi madre había comprado la tarde anterior los tickets y no nos íbamos a quedar fuera. "¡Es el día más feliz de mi vida!", gritaba. "¿Y si no te gusta?". "¡Mamá, eso es imposible...!”.
Por fin entramos. Al fin. Al llegar a la puerta, un acomodador revisó los tickets y le acompañamos hasta nuestros asientos. La verdad es que ya no cabía un alfiler. Era el gran estreno del año; no había dudas. El griterío de los niños era ensordecedor. Recuerdo que cerca de nosotros algunos padres ordenaban a sus pequeños que no se movieran de la butaca en toda la película, de lo contrario no volverían nunca más a un cine y estarían castigados sin ver la tele; como también algunos otros les daban la merienda, bocadillos que sacaban de una bolsa de tela envueltos en papel de aluminio.
A las cinco en punto, sin un instante de retraso, fueron bajando la intensidad de las luces al mismo tiempo que se descorrían las cortinas que cubrían la gran pantalla hasta dejar ante nuestros ojos el blanco más puro que nunca he vuelto a contemplar. Así, me recosté en el respaldo de la butaca de terciopelo con la certeza de que ya nada podría impedir que viera la película.
Al apagarse las luces, milagrosamente se hizo el silencio. Los padres resoplaron con alivio. De repente, las imágenes tiñeron la pantalla, y apareció el globo terráqueo en medio del universo, rodeado de la palabra UNIVERSAL. Aquello comenzaba bien. La película iba a empezar.
Y así lo hizo. Pero pronto me di cuenta de que sucedía algo extraño. No aparecían los miembros del grupo Regaliz, tampoco sonaban sus canciones, y en cambio veía unos actores desconocidos que no aparecían en los trailers que habían pasado por televisión; además la acción sucedía en una casa norteamericana y no en el castillo de Drácula...
Me olvidé de la timidez que tanto me definía, y en ese silencio amenazador, dije a mi madre que esto no era lo que quería ver. Sorprendida, preguntó a otra madre que estaba sentada al lado: "¿Pero esta no es la de Regaliz?". "Esa la pasan en otro cine. Esta es E.T., de Spielberg", le contestó. Mi pobre madre se había equivocado de cine y de película...
Me sentía totalmente decepcionado. Pero no me atreví a recriminarle su gravísimo error. "Perdóname, Jorge. Compré mal las entradas". Yo deseaba irme. La vida era injusta. El mundo era injusto. Quise llorar, armar una de mis pataletas, pero no me atrevía. Tanto tiempo esperando esta tarde... ¿Y ahora qué les diría a mis compañeros de clase cuando volviéramos al colegio? No podría comentar la película que ellos habían visto durante las vacaciones de Navidad. ¡Qué desilusión! Así, no tuve otro remedio que callarme y mirar aquella historia de un niño triste llamado Elliot cuyos padres se habían separado.
Pero lo que no esperaba, fue lo que ocurrió poco después. Aquel largometraje comenzó a interesarme. Sobre todo cuando apareció en la pantalla un extraterrestre sensible y divertido que había llegado en una nave a la Tierra y que se ocultaba en la casa de aquel niño porque se habían olvidado de él a la hora de regresar a su planeta. Pronto empecé a vibrar con aquella historia que sabía interesarnos a todos los niños de la sala. Era todo un espectáculo, auténtica magia; puro cine. La película que no quería ver acabó siendo la mejor película que había visto en mi corta existencia; y además, al terminar, acabé llorando por la inolvidable despedida entre ese tierno extraterrestre y Elliot. Salí del cine, en la primera vez que había entrado en una sala, con la sensación de que había visto algo importante.
Cuarenta y dos años después, puedo decir que fui uno de los privilegiados que vi esta obra maestra en un cine. Una cinta que logró que cayera para siempre embrujado ante este arte tan maravilloso.
No vi esa Navidad Buenas noches, señor monstruo; no quisieron llevarme. Pero tengo que decir que ya no pensaba en otra cosa que en E.T., el extraterrestre.
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