Diario (Detalles) del Confinamiento (Marzo-junio 2020), de Jorge Alonso Curiel
Diario (Detalles) del Confinamiento
Sábado, 13 de marzo de 2020
Toda la tarde de este sábado de cuarentena por el Coronavirus escribiendo y leyendo. Van a ser quince días en los que haré lo mismo, intercalando el cine en las pantallas de casa, y las necesarias y mínimas salidas. Esta reclusión forzada va a ser difícil para muchos españoles; más cuando estamos tan acostumbrados a salir y a vivir la calle. Para los escritores no lo será tanto porque siempre deseamos el aislamiento para crear. Vila-Matas decía que él se hizo escritor porque era el único oficio en el que uno estaba solo todo el tiempo que deseara; porque era una forma de estar solo. De todas maneras, va a resultar complicado para todos y espero que no se creen situaciones desagradables. Como decía, leeré, escribiré, veré todo el cine que pueda; y además hablaré por teléfono o wasapearé con todas las personas que me alegran la vida, con todas aquellas que estoy deseando ver y abrazar cuando todo esto termine.
Días de detalles
Son días de detalles, de fijarnos en los detalles; y que estos nos llenen el día y no sucumbir así en la desesperanza del encierro y de las noticias que nos llegan del exterior. Son jornadas en las que fijarnos en algún asunto que podemos contemplar desde nuestras casas y que quizá no hayamos reparado nunca, y que están llenos de belleza. Por ejemplo, en ese pajarillo que todos los días se posa durante muchos minutos en la cornisa del edificio vecino divisando el horizonte o sin que sepamos muy bien para qué; o en ese árbol al lado de casa y que cada día comprobamos cómo poco a poco le van brotando las hojas; o en ese anciano que todas las tardes se pone a leer viejas novelas en la terraza y en el que nunca habíamos reparado. En mi caso, es comprobar de qué manera todas las tardes la luz del sol impacta en la torre de la iglesia que tengo enfrente, y va iluminándola de distintos tonos hasta que al final se sume en la oscuridad. Siempre he contemplado los atardeceres fuera de casa, en varios lugares que tengo como favoritos; pero ahora este, y que nunca me había fijado con la atención adecuada , me provoca cierta satisfacción. Hoy, por desgracia, en este domingo de ramos lluvioso, no podré ver este espectáculo, y me recuerda en alguna medida -permitidme la exageración- al célebre y precioso "Romance del Prisionero", del que transcribo su parte final:
(...)
que vivo en esta prisión
que ni sé cuándo es de día
ni cuándo las noches son,
sino por una avecilla
que me cantaba el albor.
Matómela un ballestero;
dele Dios mal galardón.
ni cuándo las noches son,
sino por una avecilla
que me cantaba el albor.
Matómela un ballestero;
dele Dios mal galardón.
Tienen Corazón
Se les extraña. Estos días de cuarentena por el coronavirus se extraña no poder visitarlos y pasar horas en ellos. Los bares (también los cafés y las cafeterías) son muy importantes para muchos de nosotros, en un país en el que sus ciudadanos somos expertos en vivir y disfrutar la calle. Habrá a quienes no les guste pasar el tiempo entre sus paredes o sentados en sus terrazas, pero presumo que son pocos. Son sitios que nos provocan mucho placer porque son los lugares en los que nos relacionamos y en los que hasta se trabaja con otra disposición.
En los bares he conocido a muchos amigos, y hasta a mis mejores amigos que nunca me han fallado. En ellos he empezado a enamorarme de las chicas que en mi vida he tenido la suerte de enamorarme. En ellos me he reído sin parar, y me han desaparecido muchos dolores de cabeza. En ellos he comido y he cenado. En ellos los camareros me han regalado consejos que me han despejado el camino y me han ayudado en la toma de decisiones. En los bares he estado con compañeros para planificar asuntos literarios y asuntos no literarios. En ellos he leído, y he escrito –he escrito mucho– en los rincones más agradable. En ellos he mantenido charlas maravillosas con desconocidos que nunca más volví a ver; y conversaciones rocambolescas y surrealistas que uno no sabe cómo encajar, pero tremendamente divertidas; como aquella en la que un anciano me aseguró con gesto serio que un agente secreto israelí que se encontró una madrugada en el parque le había vendido el elixir de la eterna juventud, y que ya llevaba dos días tomándose la dosis recomendada... También en sus terrazas he pasado muchos ratos, con el buen tiempo, mirando pasar a la gente, mirando pasar la vida; como dentro de ellos he permanecido incontables horas en silencio, en la mesa más apartada o en un taburete en un rincón de la barra, en un acto de meditación a la manera que decía Luis Buñuel, porque para nuestro cineasta más ilustre eran los lugares más indicados para la meditación, ese acto tan importante.
Pasar el tiempo en ellos –al contrario de lo que algunos puedan decir– no es perderlo, ni malgastarlo. O al menos para mí no lo es. Muchas cosas de mi vida tienen como escenario un bar; y muchas también que me han marcado de manera profunda, han ocurrido allí. En los bares se aprende a vivir, aprende uno a moverse. Son un microscopio efectivo y certero de la naturaleza humana y de la sociedad. Un motivo continuo de ideas y de inspiración. Allí uno se siente reconfortado, y además hace felices a los otros; asunto que muchas veces se olvida.
Por eso los echo tanto en falta en estos momentos inquietantes y difíciles. Como echo en falta a las personas que en ellos me encuentro cada día y a las que espero encontrar otra vez cuando se recupere la normalidad. Pero a uno también le tiene preocupado las consecuencias de lo que estamos viviendo, de la grave crisis económica que se avecina, y de qué modo les afectarán, y que no se lo merecen, ya que los bares son sitios amables y cálidos. Porque ellos moldean nuestro corazón. Porque los bares tienen corazón.
Vieja amiga
CUARENTENA
donde miro los atardeceres.
Verte llegar por la calle
con tu vestido nuevo.
Estar perdido en el campo
en busca de algo desconocido.
Escribir en el parque.
Ir juntos a comprar.
Ahogarme de lluvia mirándote a los ojos.
Sonreír porque me sonríes.
Vestirme con la ropa que me regalaste.
Escuchar lo que me rodea
con los ojos cerrados.
Perder el tiempo
mirando las nubes
que me recuerdan siempre a ti.
Despedirnos, y el espectáculo de verte girar
para enviarme un beso
que ilumina hasta mis pesadillas
más lúgubres.
Viajar en el coche hasta donde siempre quisiste.
Deambular en la madrugada
por calles infinitas
para alcanzar el olvido de aquello
que he apartado.
Cruzarse con un adolescente
y recordar cuando uno lo era.
Esperarte en el bar de nuestros amigos.
Esperarte.
Volverá.
Sabes que todo lo que he escrito,
volverá.
La Cuarentena de un escritor
A todos nos preocupó y nos hicimos cruces cuando el pasado sábado 14 de marzo el presidente del gobierno Pedro Sánchez, en un discurso improvisado y urgentísimo dirigido a toda la nación, decretaba el estado de alarma con el que nos prohibía a los ciudadanos en los siguientes quince días salir de nuestros domicilios si no era por una causa justificada como comprar alimentos o por motivos de emergencia, para intentar controlar así el número de contagios y de muertes por el dichoso Coronavirus, esta nueva y sorprendente pandemia que estaba poniendo en jaque la estabilidad mundial. Nos hicimos cruces por el grave cariz que estaba adquiriendo la situación –inimaginable hasta hacía unas pocas semanas atrás–, pero también porque no podríamos salir a tomar el aire, ni a pasear, ni a correr, ni visitar a los familiares, ni que los abuelos tampoco podrían acercarse a las casas de sus hijos para abrazar y jugar con sus nietos. Toda una tragedia que, con el paso de los días, se tornaría más difícil e insoportable. Una verdadera pesadilla para todos.
Pero estoy seguro de que a quienes no les resultó tan inquietante este anuncio fue a los escritores; a nosotros los escritores. El escritor ama la soledad, busca la reclusión para escribir e ir dando forma a su trabajo; y hasta uno decide convertirse en uno porque es una manera de estar solo para no tener que tratar con los demás, o al menos no demasiado, lo imprescindible; como decía Enrique Vila-Matas, nuestra soledad es nuestra primera vocación. Ser escritor es querer estar solo, eremitas en nuestro reino particular, y ponerse a trabajar en este estado es lo que nos convierte en seres alegres y llenos de equilibrio. Al escritor no le hacen temblar las cuarentenas; no le provoca ningún pesar el aislamiento.
Así lo pensé aquel sábado por la noche. Con esta situación iba a tener la excusa idónea para no volver a pisar la calle en bastantes fechas y entregarme sin excusas ni distracciones fútiles a terminar la novela que llevaba escribiendo durante el último año. Confinado para disfrutar de mi oficio como un niño al que le acaban de regalar su juguete preferido, y que no desea otra cosa que encerrarse con él todo el tiempo que le permitan.
Y así estuve al día siguiente, durante aquel domingo, el primer día de encierro: sentado en la mesa de trabajo, con la ventana enfrente que es como me gusta escribir, dándole a la tecla como un poseído, con una sonrisa imborrable en la boca y con la radio de fondo que me iba anunciando las últimas noticias de la desasosegante crisis sanitaria. Y además comprobaba que todo lo que iba escribiendo me complacía, que las palabras fluían como el agua de un limpio y puro manantial; y esto cuando le pasa a un escritor, es lo más maravilloso que puede ocurrirle, es su sueño hecho realidad; se pone más contento que unas castañuelas.
El lunes sucedió lo mismo. Y el martes. Y pensaba que el resto de los días iban a resultar igual de felices y provechosos. Pero todo se estropeó. A partir del miércoles 18, y con todas las trágicas noticias que íbamos recibiendo, las ganas de escribir se fueron esfumando como el humo de una chimenea, hasta que en la noche del sábado 21 desaparecieron completamente al volver Pedro Sánchez a todas las televisiones con otro comunicado, en el que anunciaba que aún lo peor de la maldita epidemia no había llegado y que teníamos que estar todos y cada uno de los españoles muy unidos para superar este mal sueño que nadie esperaba. Ni incluso los que nos gobiernan, y eso que estaban avisados por cientos de expertos y por lo que había ocurrido en otros países, y eso sí que era preocupante. Al día siguiente, incluso, el presidente alargaba quince días más el estado de alarma, y con ello el enclaustramiento obligado.
El asunto es que la cuarentena para mí –quizá para otros colegas fue distinto– se convirtió en un estado de alta preocupación y lamentaciones, en el que cada nueva y dramática noticia que escuchaba, me golpeaba de lleno y conseguía alterarme aún más, y las ganas de escribir y de embeberme de literatura se evaporaron hasta no poder teclear ni una sola palabra ni tampoco leer una página completa de un libro con todo lo que estaba sucediendo, y lo peor es que este estado de inacción y de pesadumbre continúa hasta hoy mismo, hasta este mes de junio, y a pesar de que la situación ha mejorado y las limitaciones de movimiento se han ido flexibilizando hasta el fin del estado de alarma el pasado día 22. ¡Y con las cosas que tenía pensado hacer...!
Claro que el escritor busca la soledad, algo que le es tan importante; pero me he dado cuenta de que cuando el mundo se hunde a tu alrededor, y que cuando el aislamiento es impuesto por unas razones serias y bastante dramáticas, la pulsión por escribir pasa a un segundo lugar, llenándote de impotencia por no poder hacerlo hasta llegar a sentirte culpable; y culpable también, y sobre todo, por no saber cómo ayudar a la gente de tu país y de todas las partes del mundo que están sufriendo unos momentos tan difíciles.
Se quiere estar solo, sí. Pero estar solo de una determinada manera. La de estos días inolvidables no fue la indicada.
Balcones
Comunicación
Maldito Coronavirus (Relato)
Alergia primaveral
Los alérgicos al polen primaveral también tenemos problemas añadidos estos días a los que ya sufrimos siempre por esta época, y no me refiero a la congestión nasal, picor de ojos, lagrimeo, estornudos, etc. (Por cierto, no he leído ni he escuchado por ningún lado nada referido a la situación este año del polen, aunque eso no quiere decir tampoco que no haya habido alguna referencia.) El caso es que esta tarde tenía que salir ya, después de seis días sin pisar la calle, a comprar alimentos. Y he tenido la mala suerte de tener un ataque de estornudos al final de mi calle. Por eso, uno de estos "policías de balcón" que ahora se dan tanto me gritó:
-¡Niño, vete a casa, que nos vas a matar a todos!
-Yo me voy a casa, pero hazme tú la compra. No tengo ningún inconveniente -le contesté.
-No, entonces vete tú, que yo no estoy para esas cosas...
"Ale, con Dios", le dije. "Pues ale, vete tú con Dios también", respondió.
Y tras limpiarme la nariz con un pañuelo de papel mientras él cerraba la ventana y se metía en su apartamento, pensé que debería haber más "policías de balcón", porque con ellos todos estaríamos más seguros; porque son los Charles Bronson que imparten justicia, la verdadera justicia...
Complicidad quebrada
Eran momentos de complicidad. De entendimiento en mitad de la noche, aunque no pronunciásemos ni una palabra. A veces, antes de todo esto, en la madrugada, me levantaba vencido por el insomnio y encendía un cigarrillo con los codos apoyados en mi ventana. Fueron muchas las ocasiones que la encontraba haciendo lo mismo, fumando en su ventana del edificio de enfrente, iluminada con la tenue luz de la lámpara de su habitación, presa de ese insomnio que distrae a las almas sensibles. Al principio solo había unas tímidas miradas, y pronto cada uno giraba el rostro hacia otro lado y permanecía así hasta que acabábamos el cigarrillo y volvíamos dentro: ella con su marido y con su hija pequeña con los que le había visto alguna vez por el barrio; y yo a mi soledad. Pero con el paso de los meses, y en las mismas circunstancias, como los dos únicos testigos de una ciudad que duerme un sueño siempre inquieto, como dos náufragos en mitad de un océano repleto de una calma tensa y aún por descubrir, comenzamos a no sentir miedo de nuestras miradas, a saludarnos con un gesto furtivo de nuestras manos, y hasta sonreír con cierta prevención. Así cada noche que no podía dormir, levantaba la persiana esperando encontrarla; y a veces había suerte y otras no. Estoy seguro de que a ella le pasaba lo mismo. Durante años hemos estado de esa manera, sintiendo y disfrutando de la mejor compañía que existe, y que no es otra cosa que aquella en la que no se necesita explicaciones y ni siquiera romper el silencio que todo lo explica. Y estos encuentros quiero pensar que nos valían de consuelo.
Pero esto era antes. Antes de toda esta pandemia y esta zozobra. De este vértigo lento. Porque las cosas han cambiado.
Hace tres días volvimos a coincidir. Pero en cuanto me vio aparecer, en un gesto temerosos y desconfiado, se colocó en el lado izquierdo de su ventana -en el que tengo más dificultad para verla porque allí comienza la fachada de otro edificio-, y apagó la luz del interior. No hubo miradas cómplices, ni saludos, no sonrisas; el hilo que nos unía había desaparecido. Poco después terminó de fumar y cerró la ventana.
Al rato hice lo mismo. "Todo ha cambiado demasiado", pensé mientras regresaba a la cama. Demasiado.
El Silencio
Para los que vivimos en la ciudad, el silencio profundo que reina en la noche en estos días de confinamiento nos provoca verdadero estupor e inquietud. Nunca habíamos escuchado, nunca, el silencio en nuestras calles. El silencio auténtico, al que no estamos acostumbrados. Abres la ventana o sales al balcón, y no llega hasta ti el ruido de ningún coche, ni los pasos apresurados de alguien que vuelve a su apartamento, ni los gritos de algún grupo de jóvenes. Ni por escucharse se puede escuchar ni el rodar de una lata vacía de refresco.
Esto me recuerda, irremediablemente, a las noches de verano de mi adolescencia -también de mi infancia- en el pueblo de mis padres donde pasaba todas las vacaciones. Me acuerdo que tumbado bocarriba y a oscuras en la cama, mirando el tenue reflejo de la farola encendida de la calle en el techo de la habitación, me sorprendía muchísimo escuchar aquella ausencia del más mínimo sonido, asunto tan extraño para los que éramos de ciudad. Y me inquietaba, hasta tal punto que a veces llegaba a atemorizarme. El silencio era el vacío; adentrarse en un terreno en el que no podía encontrar ninguna ayuda para no caer. Y recuerdo que en aquellas noches -con 15 y 16 años-, pasaba ratos terribles de desasosiego, en los que sin poder dormir pensaba en el futuro, y una grieta abismal y oscura se abría ante mis pies. Cómo iban a ser los años futuros, por dónde debía transitar para tener un sentido y no ahogarme en la vulgaridad o en el desastre, quién era yo realmente y cuándo lo iba a descubrir... Esas preguntas me llegaban una y otra vez, golpeándome sin descanso en aquellas horas de calor, convertido en un habitante de un territorio lleno de angustia llamado silencio.
Aquellas noches no las olvidaré. Eran tiempos de adolescencia, de sentir la vida como un hierro candente que penetra sin ningún pudor en la carne ansiosa y palpitante. Eran años dolorosos, sí.
Por eso esta madrugada de cuarentena, en el silencio más absoluto y desconocido de la ciudad, recuerdo aquellas madrugadas. Aunque también ahora, inevitablemente, pienso en todo lo que he vivido, y en los muchos libros que he leído, y que leeré; y giro la cabeza y veo los que he escrito y publicado, y pienso incluso en los que conseguiré escribir y publicar, y me digo que no todo ha sido en balde; que en nada se parecen aquellas noches a estas, y que puedo escuchar el resonar de mis pasos firmes en el camino de mi propia madrugada. Un camino lleno de sombras, de reflejos, pero también de luz.
El Niño
Esta tarde, como siempre en la ventana, mirando la vida, he tenido un momento delicioso. Un niño que no llegaría a los dos años, tan rubio como el trigo, andaba por la acera muy despacito, acompañado de su padre. Me ha visto, y me ha saludado con la manita, y me ha dicho algo que no he llegado a entender. Su padre, sonriente, me ha traducido, y lo que quería decirme es que si salía con él a pasear. "No puedo, campeón -le he contestado-. Continúa con tu padre, que seguro que te cuida muy bien". Y han seguido el camino, tras despedirse de mí de nuevo con su manita. ¡Qué tierno y maravilloso momento!
EN TODAS ELLAS
He pensado en ellas en estos días. En todas ellas. Ha habido tiempo.
En Luisa, a quien, con diez años los dos, asusté robándole un beso, en una mañana luminosa de verano en el pueblo, porque yo también quería sentir lo que veía en el cine. No podré olvidar nunca cómo corrió después calle abajo.
En Silvia, aquella preciosa morena adolescente que apenas hablaba y que solo quería abrazarme, porque se sentía segura en mi regazo, y a la que aún no sé por qué traté tan mal.
En Lorena, aquel pequeño terremoto de mujer que acababa de entrar en la edad adulta, hija de unos amigos de mis padres, y de la que caí enamorado por su falta de miedo y por sus ganas por comerse el mundo, y que no me hizo caso.
En Sonia, una chica andaluza que llegó al pueblo a pasar las vacaciones antes de empezar la universidad, y que me dijo que me llamaría durante el año, y nunca lo hizo. Fue un agosto inolvidable, repleto de rincones en las madrugadas de luna.
Me acuerdo también de Rebeca; de cómo nos quisimos tanto, tanto... hasta que lo estropeé pensando que ella nunca se marcharía a pesar de comportarme como un jovencito inmaduro.
De Laura. De aquella estudiante de Derecho, fría y elegante, que no supo entender que quería ser escritor, y cortó por lo sano.
De Almudena, la mujer más rubia que jamás haya visto, y que me dijo que nunca más estaría con ningún hombre, y se alejó a lomos de su resentimiento sin mirar atrás.
De Rosa, de aquella chica que tenía novio, que me aseguró que si se lo pidiera, se iría conmigo. Nunca supe si hubiera cumplido su palabra.
De Carmen, la mujer con la que he estado más tiempo, pero con la que más discutí, aunque valió la pena.
De Sara, pelirroja de infarto, y de cómo con ella comprobé que casi nunca se cumple aquello de "quien la sigue, la consigue".
De Susana, de María José, de Paula, de Blanca. Todas en mi corazón, a pesar de que estoy seguro de que no estoy en todos los de ellas.
Quién no ha pensado en estos días en las mujeres o en los hombres de su vida... Todos lo hemos hecho. Mi homenaje a ellas en este texto que es también un homenaje al poeta Luis Alberto de Cuenca.
COMPAÑERO
Te echo de menos. Hace ya 18 días que no te veo, y la verdad es que me preocupa esta distancia y el no saber de ti. El mismo día que entró la #cuarentena por el #Coronavirus no tuvimos fortuna, no encontramos sitio cerca de casa para verte todos los días desde la ventana o para pasar a tu lado cuando bajara a comprar, y tuve que aparcarte a veinte minutos de nuestra calle. Después dicen que la ORA disuade a otros conductores, y a pesar de pagar al año casi 40 euros como residente, no encuentro casi nunca aparcamiento a la hora que sea.
El caso es que no sé cómo estarás, si te ha ocurrido algo; y eso me preocupa. Cumplo con la confinación, con lo que dictan, y me acerco cada cuatro días a la tienda más cercana para hacerme con alimentos, sin atreverme a caminar hasta donde te encuentras, en otro barrio, para visitarte.
Te echo de menos, sí. Me preocupas. Porque para mí no eres solo una máquina a la que cambiar por otra por capricho, o por cansancio, o por moda o por envidia, o porque haya que comprarse uno nuevo cada poco tiempo, y cada vez más caro, para aparentar lo que no se es y competir con los demás. Juntos hemos vivido cientos de asuntos; se han montado en ti amigos, familiares, conocidos, vecinos, amigas que eran más que amigas, y hasta enemigos... Tú me has llevado al campo infinidad de veces, a la casa que tengo allí y que es mi refugio; otras tantas también me has conducido hasta la playa; hemos recorrido incontables veces las calles de la ciudad; has hecho incluso posible el ayudar a algunas personas que me han suplicado favores en los que tú tenías un principal protagonismo. No me importa que ya tengas tus años, y que alguna vez haya que llevarte al doctor para hacerte un arreglo, no importa; todos de vez en cuando lo necesitamos. Ya sé que algunos no lo entenderán, y más en estos tiempos tan materialistas y despegados, pero tú formas parte de mi familia, y no te cambiaré a no ser de que no haya otro remedio y tú mismo me lo ruegues. El día que pueda salir de casa, tras esta cuarentena, lo primero que haré será ir a verte, para luego acercarnos juntos a visitar a las personas que tanta importancia tienen en mi vida. Se te extraña, sí. No lo dudes.
NOCHE DE TORMENTA
Así también llegaste tú. Como una tormenta inolvidable, dueña de un fuego abrasador que destrozaría las entrañas de alguien que refulgía con la luz de la serenidad, y que caminaba sin las ropas del desaliento.
El resultado fue el mismo. La lluvia torrencial.
Labores
Toda la vida refunfuñando cuando tenía que lavar los platos, y estos días, en este confinamiento en el que estamos volviéndonos más fuertes y humanos, y en el que descubrimos nuevos aspectos de nuestros hogares, yo he entendido el placer que he escuchado alguna ocasión a algunas personas -no muchas tampoco, es verdad- que les causa el lavar la vajilla. He descubierto, con toda la calma y todo el tiempo del mundo que nos hace tener este encierro, sin tener que salir a la calle como centellas para el trabajo o por otra razón en el mundo frenético que vivíamos, el placer de enjabonar cada plato, cada vaso, cada copa, cada tenedor y cuchara, cada cazuela, y luego aclararlos con el agua tibia y agradable que va mojándote las manos. Es como entrar en un estado de relajación -quizá meditación- en el que la mente se adentra en un territorio en el cual el tiempo deja de existir y los malos pensamientos desaparecen, y donde ningún asunto desagradable te puede inquietar. Pero diría que no solo me está ocurriendo con lavar la vajilla, sino también con todo el resto de las labores de la casa, a las que voy cogiendo el gustillo, cuando siempre antes las hacía como una labor que no me quedaba otro remedio que hacer. Y la verdad es que este cambio me alegra.
La Dicha
¡Qué miedo esta noche!
No sé si fue un sueño. No lo sé. Anoche me dormí con la luz encendida y la ventana abierta, y me desperté sobresaltado y desorientado en mitad de la madrugada. Me levanté a comer algo, porque sentía un hambre inexplicablemente voraz, y salí de la habitación y me aventuré por el pasillo a oscuras. En la cocina me tragué un bocata con el último jamón que quedaba, acompañado de una lata de cerveza. Cuando acabé, apagué la luz, y de nuevo en la oscuridad, me encaminé por el pasillo.
Pero me di cuenta de que algo pasaba. Algo no era normal.
Por el escaso reflejo de la luz de la lámpara del dormitorio que se filtraba por la puerta que no había cerrado del todo, me percaté de que algo extraño había en las paredes.
Asustado, caminé hacia atrás hasta golpearme con la puerta de entrada y presioné el interruptor de la luz que está a la derecha. Entonces descubrí que estaban llenas de frases escritas con trazos gruesos y negros, imperativas y desasosegantes frases que me hicieron perder el control..
.
"¡Abandona la casa!", "¡Fuera!", "¡No quiero verte más!", "¡Cansada de ti!", y muchas otras. Entonces, tuve tanto miedo que me metí corriendo en la cocina y cerré de un portazo. Pero al encender la luz, el temor ya se convirtió en pánico: en las paredes alicatadas, en el techo y hasta en las puertas del frigorífico, del horno y de los armarios aparecían también esas frases rotundas, y además en pocos instantes una voz cavernosa e infernal, y que no sé de dónde provenía, empezó a gritarme esos mensajes.
"¡Abandona la casa!", "¡Fuera!", "¡No quiero verte más!", "¡Cansada de ti!", y muchas otras. Entonces, tuve tanto miedo que me metí corriendo en la cocina y cerré de un portazo. Pero al encender la luz, el temor ya se convirtió en pánico: en las paredes alicatadas, en el techo y hasta en las puertas del frigorífico, del horno y de los armarios aparecían también esas frases rotundas, y además en pocos instantes una voz cavernosa e infernal, y que no sé de dónde provenía, empezó a gritarme esos mensajes.
Estuve unos momentos paralizado. Y no sé cómo pude salir de allí, pero finalmente lo hice, y corriendo por el pasillo sin dejar de escuchar aquellas voces que me perseguían, entré en el dormitorio y cerré con otro portazo y me metí debajo de las mantas habiéndome percatado antes de que en sus paredes ahora también estaban pintadas amenazadoras.
Bajo las mantas cerré los ojos con fuerza, y por fortuna, y poco a poco, fui dejando de oírlas. Antes de caer en el sueño, con un cansancio profundo que apareció inexplicablemente, tuve la convicción de que todo aquello lo había provocado la casa, de que ella misma había sido la que me había hablado de aquella forma...
Y así esta mañana me desperté más tarde de lo normal. O mejor debo decir que me he despertado pasado el mediodía. Fue un largo y profundo sueño. Muy inquieto encendí la luz de la mesilla con el temor de encontrarme las pintadas. Pero habían desaparecido. Por fortuna, las paredes tenían el mismo aspecto blanco y vulgar de siempre. Me levanté y abrí la puerta, y con la claridad del día que entraba por las ventanas de otras habitaciones, comprobé que el pasillo había recobrado su aspecto normal. Y la cocina también. Como si no hubiera pasado nada.
Todo había sido un sueño. O quizá no. Temo que nunca lo sabré. He intentado olvidarlo y volver a hacer todas las rutinas diarias de este confinamiento, y ya con una canción de Modern Talking resonando en mi cabeza -como durante todo este encierro- me metí al servicio a ducharme.
La Sonrisa del anarquista
Hay que felicitarnos por lo que ocurre cada tarde a las ocho en cada rincón de nuestro país. Sigue siendo maravilloso el espectáculo que se puede ver en las ventanas y en las terrazas en las cuales aplaudimos con la canción de fondo que ya se ha convertido en todo un himno del "Resistiré", a todos aquellos que nos cuidan, y que algunos de ellos hasta mueren en la labor. Soy de los optimistas, y creo que solo hace falta una situación terrible como esta para comprobar que estamos más unidos de lo que creemos, y que somos capaces de pensar muchísimo más en los otros.
Todo ha cambiado estos días. Y quizá muchas cosas cambien ya para siempre, quién sabe, tras esta crisis sanitaria. Así lo deseo. Tanto ha cambiado que hasta estoy viendo asuntos que nunca imaginé contemplar con mis ojitos. Lo digo, por ejemplo, por mi vecino de al lado que acaba de cumplir los cincuenta y que sigue siendo heavy y vistiendo como tal, también con melena -con el poco pelo que ya le cubre el cráneo-, que posee un espíritu anarquista y belicoso, que siempre ha odiado a la Policía -le he escuchado verdaderas barbaridades contra los agentes de la autoridad basadas en sus propias experiencias y en las de amigos y familiares, sobre todo de su hermano dos años mayor que él-, y que la otra tarde le vi aplaudir a los agentes cuando dos coches policiales de incógnito se detuvieron en nuestra calle mientras dábamos palmas, encendieron las luces azules y se bajaron para hacernos su pequeño homenaje a todos nosotros aplaudiéndonos por nuestra buena y paciente labor de llevar con tanto ánimo el confinamiento. Entonces mi vecino comenzó a aplaudir con más intensidad y alegría, incluso con una amplia sonrisa, mirándoles directamente porque además vivimos en un primero y estamos muy cerca de la calle.
Ya digo que nunca creí ser testigo de algo así. Pero las situaciones nos hacen ser mejores. Siempre he querido pensar que el género humano es más bueno y comprensivo de lo que se cree. Tal vez sea un iluso, pero quiero seguir siéndolo, porque también uno vive con más alegría y confianza.
Decía que probablemente muchas cosas van a cambiar. Que todo mejore a partir de ahora. Que no olvidemos y nos quedemos con nuestro nivel de compromiso, hermanamiento y humanidad que se están demostrando estas fechas. Que nos hayamos embebido de tanta empatía que ya forme parte de nosotros sin fecha de caducidad. Pero no estoy seguro, no; aunque lo deseo con todas mis fuerzas. Como no lo estoy de volver a ver a mi vecino de al lado sonreír a los agentes cuando esto termine. Sería una lástima que todo fuera otra vez como antes. O como desean que seamos.
EL DESCONOCIDO SILENCIO DE LAS NOCHES DE CUARENTENA
Para los que vivimos en la ciudad, el silencio profundo que reina en la noche en estos días de #confinamiento nos provoca verdadero estupor e inquietud. Nunca habíamos escuchado, nunca, el silencio en nuestras calles. El silencio auténtico, al que no estamos acostumbrados. Abres la ventana o sales al balcón, y no llega hasta ti el ruido de ningún coche, ni los pasos apresurados de alguien que vuelve a su apartamento, ni los gritos de algún grupo de jóvenes. Ni por escucharse se puede escuchar ni el rodar de una lata vacía y aplastada de refresco.
Esto me recuerda, irremediablemente, a las noches de verano de mi adolescencia -también de mi infancia- en el pueblo de mis padres donde pasaba todas las vacaciones. Me acuerdo que tumbado bocarriba y a oscuras en la cama, mirando el tenue reflejo de la farola encendida de la calle en el techo de la habitación, me sorprendía muchísimo escuchar aquella ausencia del más mínimo sonido, asunto tan extraño para los que éramos de ciudad. Y me inquietaba, hasta tal punto que a veces llegaba a atemorizarme. El silencio era el vacío; adentrarse en un terreno en el que no podía encontrar ninguna ayuda para no caer. Y recuerdo que en aquellas noches -con 15 y 16 años- pasaba ratos terribles de desasosiego, en los que sin poder dormir pensaba en el futuro, y una grieta abismal y oscura se abría ante mis pies. Cómo iban a ser los años futuros, por dónde debía transitar para tener un sentido y no ahogarme en la vulgaridad o en el desastre, quién era yo realmente y cuándo lo iba a descubrir... Esas preguntas me llegaban una y otra vez, golpeándome sin descanso en aquellas horas de calor, convertido en un habitante de un territorio lleno de angustia llamado silencio.
Aquellas noches no las olvidaré. Eran tiempos de adolescencia, de sentir la vida como un hierro candente que penetra sin ningún pudor en la carne ansiosa y palpitante. Eran años dolorosos, sí.
Por eso esta madrugada de cuarentena, en el silencio más absoluto y desconocido de la ciudad, recuerdo aquellas madrugadas. Aunque también ahora, inevitablemente, pienso en todo lo que he vivido, y en los muchos libros que he leído, y que leeré; y giro la cabeza y veo los que he escrito y publicado, y pienso incluso en los que conseguiré escribir y publicar, y me digo que no todo ha sido en balde; que en nada se parecen aquellas noches a estas, y que puedo escuchar el resonar de mis pasos firmes en el camino de mi propia madrugada. Un camino lleno de sombras, de reflejos, pero también de luz.
La Música de estos días
Hay épocas de nuestra vida que las recordamos por los hechos ocurridos pero también por la música que escuchábamos en esos momentos. Por eso no tengo dudas de que en el futuro recordaré estos días tan desazonantes no solo por lo que está causando esta pandemia, sino también por la música que me está acompañando, o mejor diría que ya se ha convertido en toda una obsesión que no me deja ni un minuto de descanso. La música pegadiza y bailonga de Modern Talking antes no me llamaba demasiado la atención, pero desde que nos ordenaron quedarnos en casa, he puesto su música muchas veces al día a todo volumen, y cuando no suenan en mi equipo de música o en el ordenador, no hay ni un minuto que no tenga en la cabeza alguna de sus canciones dance que tanto éxito han tenido en todo el mundo desde los ochenta. Leo con ellas, escribo con ellas, sueño con ellas (y no miento), miro la calle por la ventana con ellas, las bailo sin parar; y hasta alguna tarde a las ocho, cuando todo el mundo aplaude por las ventanas y suena la canción "Resistiré" que ya se ha convertido en todo un himno, he estado a punto de sacar un altavoz para que se oyera esta música del grupo alemán; pero, por suerte, no he llegado a cometer esa locura. No sé dónde va a parar todo esto, porque ya no me parece normal. Puede que ya no volveré a querer escucharla cuando termine el encierro, que me abandonará para siempre y le coja manía, pero por el momento no tengo otra banda sonora haga lo que haga, sin remedio. Claro que la sigo disfrutando, pero ya me preocupa, nunca me ha pasado algo así. Por ahora, ya digo, este grupo es my heart and my soul.
Sonrisas en la Cuarentena
La cabeza da muchas vueltas estos días de confinamiento. El pasado regresa. Y hasta a uno le vienen, por suerte, recuerdos divertidos.
Me acuerdo. Me acuerdo, sí, de aquella noche de otoño, en la que pasé por el Paseo Farnesio de Valladolid, y descubrí a unos sanitarios que sacaban en una camilla a un hombre por la puerta de un club de alterne, y que gritaba sin parar, mientras le metían en la ambulancia, que todo había sido una broma, que no estaba mareado, y que quería volver con Andrea.
Me acuerdo. Me acuerdo de aquella tarde en un pasillo de un centro comercial, donde una mujer mayor discutía a grito pelado con el de seguridad, y este le gritaba, mientras el muchacho le arrebataba lo que había robado, que era más feo que Judas Iscariote, que era un brazo ejecutor del diablo, y que pronto, más pronto de lo que se imaginaba, los pobres tendrán su recompensa.
Me acuerdo, sí. Me acuerdo de esa noche de septiembre de hace casi veinte años, en la puerta de un bar de copas de Valladolid, en la puerta de un bar de copas de Valladolid, en la que una chica que se zarandeaba por el alcohol y que pasaba en ese momento por la calle, me preguntó si no quedaba muy lejos la Cibeles madrileña porque había quedado allí con su nuevo novio, y yo le indiqué...
Muchas horas encerrado. El pasado vuelve, y en ocasiones, en forma de sonrisa.
ABECEDARIO VITAL Y LITERARIO PARA EL RETORNO
A de Alegría. Alegría de volver a vivir, de volver a sentir y a encontrarse. Seguir viviendo la literatura con alegría, porque antes de nada, es eso. La ficción es pura alegría.
B de Belleza. Crearla, buscarla, regalarla, encontrarla. La literatura crea belleza de lo conocido y de lo desconocido.
C de Crear. Crear la vida que deseamos, y con quien deseamos. La Literatura es crear de la nada todo lo que quisimos leer alguna vez. El escritor escribe los libros que desearía leer (Jardiel Poncela).
D de Decidir. Decidir lo que queremos, sin engañarnos, y hacerlo realidad. Decidir lo que debemos apartar de nuestro camino literario.
E de Expectativas. Crear expectativas, pero solo las necesarias, para que se puedan cumplir. El escritor ambicioso siempre tiene muchas expectativas. Mejor de una en una.
F de Familia. Cuidarla. Visitarla. La Literatura es otra familia que no se debe descuidar.
G de Grandeza. Buscarla desde la modestia, desde el respeto. La obra de un autor conquista los corazones desde la humildad.
H de Hacer. Detenerse solo para tomar impulso. Hacer, hacer. Los territorios no se conquistan solos, ni las novelas las escriben los demás.
I de Indispensable. Todos somos indispensables para alguien, como alguien lo es para nosotros. Nadie es un cero a la izquierda. Los autores indispensables no escribieron con la intención de convertirse en uno. Escribir con honestidad y pasión, y el tiempo decidirá.
J de Juego. La vida y la Literatura son un juego al fin y al cabo, y como tal hay que tomarlo. Y hay que seguir jugando.
K de Kilómetros. Orgulloso de los que han recorrido los que tiene tu corazón. Orgulloso de haber leído -y de seguir leyendo- todos los que tiene la historia de la literatura.
L de Limbo. Arrojar en él lo inservible. Lo que nos daña y a quienes nos dañan. Arrojar allí todo lo que nos aparta de nuestra vocación de escritores. También las hojas escritas que no tienen nuestra aprobación.
M de Miedo. Aceptarlo. No es perjudicial, aunque se crea lo contrario. Es el inicio del triunfo.
N de Naturaleza. Admirarla, visitarla. Aprender de ella. Escribir en ella, y serás otro.
Ñ de Niño. Nunca dejar de serlo porque ahí reside la pureza, la ilusión y la verdad. Hay que escribir con la mirada de un niño, pero con la letra de un adulto, como advirtió Rosa Chacel.
O de Obsesión. Todo lo que nos interesa se vuelve en una obsesión. Consigue que con ella crees felicidad.
P de Pensamientos. Que todos sean para hacerte mejor y para hacer mejor a los demás. De lo contrario, cámbialos. P de Peligro: atrévete. Siempre.
Q de Quimera. Preciosa palabra que siempre es el inicio.
R de Robar. Quédate con lo que admiras en los demás y hazlo tuyo. Roba a los escritores y ponlo a tu forma. Lo que no es tradición es plagio.
S de Sabor. Prueba todos los sabores; adquiere experiencias. Sabrás cuál te interesa más.
T de Temblar. Tiembla ante la belleza, la humildad, la modestia, la ternura, la emoción de los demás, el dolor, la sinceridad, la inocencia. Tiembla y harás Literatura.
U de Uva. Solo las comerás en octubre, cuando el fruto esté maduro. Paciencia, cuidado, confianza y tenacidad para disfrutar del trabajo bien hecho.
W de Wifi. El mundo entero y las personas te mantendrán siempre conectado para seguir aprendiendo y escribir historias.
X. Una palabra que nos despierta siempre la curiosidad. Porque despierta debe estar la curiosidad. Todo lo que está aceptado, una vez estuvo prohibido. La literatura es un arte de curiosos.
Y de Yermo. En todo se puede encontrar una oportunidad. Nada está seco ni vacío. En cualquier paisaje, hasta en el más inhóspito y olvidado, puede surgir una trama en la que los personajes nos hagan ver una vez más la frágil y contradictoria esencia del ser humano.
Z de zozobrar. No importa dudar. Sentir indecisión, temor. Estará siempre en el equipaje que te llevará al destino. Siéntete orgulloso de ser humano. La literatura también es el reflejo del estupor y del miedo. La vida es un herida que no se cierra, pero no deja de ser delicadamente bella.
PALABRAS QUE SON UNA VIDA
Durante todo el confinamiento no he podido escuchar esa palabra. Esa palabra en desuso y que solo utilizan algunas personas mayores, y que no me había dado cuenta de lo que la echaba de menos. Se puede extrañar a personas, pero también las palabras que estas usan y que las caracterizan.
Hace poco más de una semana ya se entró en la Fase 1 y pudimos visitar a nuestros familiares y a nuestros mayores. Entonces fui a la casa de mi abuela. Resultó un reencuentro emocionante. Todo lo que se puede decir es poco. Entonces, en un momento, mientras cenábamos, ella probó la sopa que mi tía había preparado y que nos acababa de servir, y gritó: "¡Está albando!". Cuántas semanas hacía que no escuchaba esa expresión que quiere decir que un líquido o una comida está muy caliente, casi hirviendo, que hasta te quema la lengua. Sonreí, mirándola. Me preguntó que por qué me reía, y le dije que solo a ella le escuchaba esa palabra, y que quizá, no lo recuerdo bien, se la había oído a alguna otra de su edad en alguna ocasión. Ella también me sonrió, y me dijo que es que así se dice cuando algo le quema la boca.
Y tiene razón. "No lo cambies -le dije-, porque así lo aprendiste de tus mayores, y bien está". "No cambies nunca", pensé, mirándola con infinito amor de nieto. Aunque esto ya no se lo dije.
INCENDIOS EN LA NOCHE
A veces, mientras escribo en la noche, me paro a descansar y miro los libros que llenan las paredes del despacho. Los miles de libros que, como testigos mudos y fieles, me acompañan en mis horas de escritura. Y en ocasiones me da por pensar qué pasará con ellos cuando yo ya no esté a este lado de la realidad, en esta orilla. Tal vez acaben vendiéndose al mejor postor -o por muy poca cantidad- a algún librero que después lo ofrezca a sus clientes, y mis libros acaben desperdigados, pasando a pertenecer cada uno a distintas bibliotecas particulares. O quizá sean arrojados -qué pesadilla- a los contenedores de basura sin mayor miramiento ni pudor. O puede que sean abandonados en los bancos de un parque para que los ociosos, después de un rápido escrutinio, se hagan con los que prefieran. O quién sabe si serán apilados en una explanada, en las afueras de la ciudad, por un ser insensible y sin escrúpulos -o por varios-, en un atardecer de invierno para hacerlos desaparecer en una hoguera colosal que recuerde a aquellas innombrables quemas de libros que han sucedido en la historia, o a aquella que ocurre en El Quijote, aunque mis libros no sean todos de aventuras de míticos e implacables caballeros gloriosos.
Pero quizá no sea así. Tal vez se los quede -incluyendo algunos ejemplares de todos los que he escrito y escribiré- algún familiar de buen corazón y de mejores intenciones, que sabe que uno de los mayores homenajes que puede hacerme sea conservarlos y cuidarlos, porque en ellos están mi corazón y lo que fui. Porque somos lo que hemos vivido, pero también lo que hemos leído y lo que hemos puesto negro sobre blanco. Y quién sabe si después pasen a otro descendiente, y de este a otro, como la mejor herencia -el tesoro más preciado- que puede uno recibir de las personas que le antecedieron.
Y puede ocurrir -por qué no- que alguno de ellos, en una noche fría y desapacible de diciembre, o en una madrugada de verano de insomnio, se atreva a abrir alguno de estos ejemplares y encuentre una historia que le cambie la vida, y compruebe que la literatura es el abrazo cálido, comprensivo y tierno que siempre esperó, la hoguera que calienta pero que no quema. O hasta quizá -sigo elucubrando- si alguno pueda crear la chispa del incendio de la vocación que nunca se apaga, y quiera convertirse en escritor.
No sé qué pasará con ellos, con vosotros. Mientras tanto, os miro arrobado, me dejo querer. Permito que sigan calentando mi hogar y que continúen abrazándome.
En Facebook
Esta noche quiero daros las gracias. Han pasado ya casi dos meses desde que empezara el confinamiento en España, con toda la inquietud que ello conlleva, y gracias a vuestros posts y a vuestros mensajes llenos de cariño me habéis ayudado a pasar mejor esta desconcertante situación. Me habéis hecho reflexionar, me habéis hecho reír un montón, me habéis recomendado lecturas, películas, series, obras de teatro y exposiciones que se podían visitar de manera virtual, he leído también vuestros poemas y relatos, y hasta os he visto bailar y os he imitado. El confinamiento y el drama aún continúan, pero sé que estáis ahí, y que lo estaréis, y eso es lo importante. Hay que seguir teniendo paciencia y esperanza. Porque no tengo ninguna duda de que volveremos a respirar aliviados. ¡Mil gracias a todos!
Comentarios
Publicar un comentario
Siempre son bienvenidos y apreciados los comentarios que puedas dejar. Muchas gracias.