No te marchaste, Marilyn. 63 años de la muerte de esta mujer inmortal




 No te marchaste, Marilyn 

 

El pasado 4 de agosto se cumplieron 63 años de la muerte en su casa de Los Ángeles de este mito viviente 

 

A Marilyn Monroe ya podían aconsejarla y recomendarla, pero ella nunca hacía caso. Marilyn era de ese tipo de personas que uno sabe que van a acabar mal. Ella misma también lo sabía, y en el fondo no quería hacer nada por remediarlo. A Marilyn le daban largas charlas para que supiera sobrellevar mejor su vida y para que no se dejara engañar, aunque ella no quería aprender, de ningún modo. La tremenda rubia no estaba preparada para moverse en la realidad y nadie la podía enseñar a vivir porque eso lleva mucho tiempo y mucho trabajo, y muchas veces, con algunas personas, no se consigue. Vivir es un asunto personal que nadie en verdad entiende del todo, pero Marilyn era de las que no se enteraban ni un poquito. No podía dejar de ser tan buena gente, tan bondadosa, y eso acabó con ella. Para sobrevivir hay que reconocer a los tigres que te aparecen en la selva, y ella se internó, pero nunca encontró ningún enemigo. Creo que pronto comprendió que estaba destinada al fracaso y se dejó arrastrar.  

A Marilyn nadie la quiso de verdad. Todos los maridos, amantes, directores, guionistas y compañeros la utilizaron y ella entendió todo esto muy tarde, seguramente cuando ya estaba en el otro mundo. Tengo la impresión de que nadie, o solo unos poquitos, la tomó nunca en serio y ella creyó todo lo contrario. Marilyn era una curiosidad, una atracción, una excitación de penes y de mentes, una pobre niña maciza de la que todos, llegado el momento, se alejaban porque a nadie le gusta la tristeza y las cosas que no se llegan a comprender. Hay un momento en la vida en que uno debe saber elegir o acaba pagándolo. Y ella no realizó ese proceso. Marilyn entró una vez en una librería a comprar unos libros, y cuando estaba mirando uno de los estantes, descubrió a un tipo en un rincón masturbándose sin dejar de mirarla. Para muchos ella no era más que eso, y que era buena actriz no importaba. A veces el cuerpo se convierte en una esclavitud y el futuro viene condicionado por ello. Para vivir hay que aprender a vivir, saber estar y saber moverse. Y Marilyn solo sabía actuar en la pantalla y mover su cuerpo como una diosa en ese lado de la ficción y en esta parte de la realidad. 

Tantos años después de su muerte, y esta mujer convertida en leyenda sigue quitando el hipo. Es la mujer del siglo XX, y la del XXI. Y la de todos los siglos. No ha habido una mujer con más poder y magnetismo como esta rubia impresionante. Si un extraterrestre llegara a la tierra y lo primero que viera fuera una foto a tamaño natural de esta rubia inmortal, pensaría de inmediato que este planeta fue el origen de todo el universo. No hay ni habrá unos pechos más vivos y un rostro con más vida y un cuerpo con mayor embrujo que el de la protagonista de El Príncipe y la Corista. Mitología pura. 




Nadie podía soportarla, nadie quería trabajar con ella, su comportamiento era poco profesional, pero todos sabían que era el mismo centro de la vía láctea. Aunque ella, como he escrito antes, creyó que sí, que la comprendían, que la amaban, que se morían por compartir los rodajes con ella. Quizá lo mejor era observarla de lejos, adorarla como a una diosa, aunque sin tener trato directamente. Para muchos Dios es amor, pero de lo que no hay duda es de que Marilyn sí lo era. No odiaba a nadie. No era como los demás, no tenía control, era especial como todas las maravillas del mundo, pero era todo amor, y eso tiene sus inconvenientes.  

Aparte de una actriz maravillosa, era una mujer sola y herida, una solitaria, y ese fue su gran problema, porque no sabía estar sola, ni quería estar sola. En aquella magnífica cinta que hizo en 1961, The Misfits, de John Huston, con Clark Gable y Monty Clift, una película marcada por el dolor y la derrota, supo por fin que era una actriz, que había nacido para eso y que hasta entonces no se había dado cuenta, y entendió que debía olvidar todo lo que la apartaba de ello. Pero ya era tarde; un año después, con tan solo 36 años, moriría en su casa de Los Ángeles. Llegar tarde a todo, ese es el problema del ser humano, o de algunos. 

Qué desperdicio de escenas no rodadas, de películas que ya nunca hizo, de besos no dados, de vida apagada por un incendio absurdo. Nunca más de sus besos inmensos, sanos, rojísimos, que quizá alguien, en alguna parte, en algún momento, acabaría por valorar por ser tan sensible como ella, tomándola en serio.  

Se empeñó en ser un alma cándida y bondadosa. Se empeñó en no ser mala y en no huir de los tigres de la selva. Se empeñó en no saber vivir. Y eso siempre se paga.   








 

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