Grand Prix
Grand Prix
Por Jorge Alonso Curiel
“El Grand Prix, muchacho, el Grand Prix...”. Es lo que me dijo Teodoro a principios de junio, mi vecino del primero, un anciano pacífico, orondo, de cara redonda y ojos muy pequeños, con labios gruesos y de piel muy morena, tanto como su pelo que permanece intacto, que vive solo desde la muerte de su mujer, y que no se quita la faria de las comisuras de los labios ni aunque le obligue la Policía Municipal, la Guardia Civil o un médico en urgencias.
“Te voy a regalar la cura de tus males”, me aseguró sentados en su terraza, donde se le puede ver durante todo el verano, acompañado de una jarra de vino con gaseosa, mirando la calle, mirando la vida, pasando su tiempo, “sin pensar en nada”, como él mismo dice, como un sabio lleno de templanza y sosiego. Como un sabio que me ha regalado el bálsamo idóneo para mi malestar todas las ocasiones que lo he visitado, porque es agradable pasar un rato con él, aunque es parco en palabras y ni te acerca un vaso para que te sirvas un poco de aquella bebida que se queda tan caliente.
Le conté que desde hacía un tiempo residía en un mar de tristeza, que el mundo me parecía insoportable, y que solo quería vivir dentro de las películas que he visto y que veo compulsivamente como cinéfilo obseso que soy, y que además todas las personas con las que me cruzaba me recordaban a actores y actrices: el panadero de nuestro barrio a Spencer Tracy; la cartera a Meryl Streep; la camarera del bar de la esquina a Malena Alterio; el vecino del cuarto a Michael Douglas; el novio de la jovencita del portal de enfrente a Mario Casas; el bajito y cantarín barrendero de todas las mañanas a Javier Gutiérrez...
“¿No estarás viendo telediarios, escuchando noticias en la radio o leyendo periódicos?”, me preguntó poco después. “Sí, no me pierdo la actualidad”. “Estás loco, hijo, eso te está matando. Haz como yo, olvídate de todo eso, vivo tranquilo...”. Y me dijo a continuación: “¿Quieres hacerme caso? A primeros de julio comienza Grand Prix, el mejor programa de la televisión española. No hay cosa mejor que ese programa para amar de nuevo la vida...”. “¿El que presenta Ramón?”. “Ese mismo. El bueno de Ramón García. ¡Qué majete que es!”.
Pero pasó una semana y mi depresión, y a pesar de que ya había dejado de mirar las noticias y de escuchar todo aquello que hablara de la actualidad, me hacía continuar en el reino de la tristeza y el desaliento y seguía sin querer salir del terreno de la ficción del cine y los libros. Así que, y tras encontrarme con Teodoro en la escalera y repetirme “Grand Prix, muchacho, Grand Prix, no pierdas el tiempo...”, me puse en contacto con el ayuntamiento de uno de los dos pueblos que iban a competir en el primer programa de este año, en el que además cumple 30 años en antena, y, sorprendentemente, me aceptaron para formar parte del equipo como un vecino más.
Me lo pasé pipa, como hacía tiempo que no disfrutaba. Participé en varias pruebas en un ambiente sano, repleto de sonrisas, en las que me di tremendas costaladas, pero sin sentir ningún dolor. Nuestra madrina fue la actriz Anabel Alonso, y además ¡ganamos!
Fue toda una experiencia que me ayudó a salir a flote. Por eso, ahora, ansío como un hombre perdido en el desierto, el agua pura y salvadora de cada lunes por la noche que empieza a manar al comenzar a escuchar la música tan reconocible de este programa tan saludable como esperanzador, tan blanco y divertido, lejano a la oscuridad de este mundo complejo y tedioso. Nos recuerda que hay otra manera de hacer televisión, que no hay que olvidar las cosas destacables que se hacían en la tele de entonces que parecen olvidadas, y que el público también desea alejarse de la polémica, la tensión, lo supuestamente transcendental y el enfrentamiento con concursos entretenidos para toda la familia, que logren eso que parece tan olvidado como pasar un rato entretenido y de evasión.
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