El preocupante estado de Bruce Willis




Extraviado en su jungla de cristal 

 

Por Jorge Alonso Curiel 

 

Qué trágica y traidora es la vida. Juega con nosotros sin dudar, sin temblarle el pulso. No le importa nuestro dolor, ni nuestro desconsuelo. ¿Qué hemos hecho para que nos trate como un ser sádico que oculta ingratas sorpresas? ¿Por qué el sufrimiento? ¿Cuál es la razón por la que no disfrutamos de un final amable? ¿Por qué no brilla en nosotros la condición de la eternidad? 

Bruce Willis era un tipo con el que soñaban todas las mujeres, y era normal que sucediera. Era el hombre que todas querían tener a su lado, y en su cama, porque poseía todo lo que soñaban y en su justa medida; el hombre ideal para una relación amorosa por ser un tipo de acción, pero también por regalar romanticismo y sensibilidad. Era el hombre más equilibrado del planeta, aunque no lo parecía, pero a veces ocurre que aparentamos lo que no somos. Era un tipo atractivo, fuerte, educado, un hombre de mundo con mucho dinero en la cuenta corriente, y alocado cuando había que serlo. Incluso con humor, gracioso, que sabía vivir la vida, y que sabía trabajar con empeño y ganas cuando había que trabajar, porque amaba su oficio de actor, su vocación, y hasta le gustaba cantar en su grupo de rock con el que viajó a España en décadas pasadas. Ya digo que tenía sensibilidad, pero la justa y necesaria; y era cerebral, lo justo también y necesario. Sabía tratar a la gente con tacto, naturalidad y sentido común, y no se obsesionaba con su cuerpo en el gimnasio; solo lo que hacía falta. Willis no daba gritos, ni se drogaba, quería a sus hijas como el que más, y deseaba el bien ajeno y no dañaba a nadie. Sabía vivir y dejar vivir; comprendió que este es el secreto de la vida, y se entrenó para llevarlo a cabo. Respetuoso, comprensivo, y nada tímido porque dejó de serlo, ni melancólico, tampoco se dejaba llevar por los bajos instintos. Bruce parecía Bruce Lee por su moderación y su saber disfrutar de las pequeñas cosas. Se podía ir con él de fiesta discotequera como se podía asistir a un recital de poesía y filosofía, y siempre disfrutaba y hacía disfrutar. No se quejaba demasiado de ningún asunto. No sabía lo que era la neurosis, y cuando reía lo hacía de verdad. Con Willis todo te iba a ir bien e ibas a ser feliz por muchos años. Tenía criterio y no fallaba a los suyos, y además se trataba de un actor como la copa de un pino, que cumplía a la perfección los papeles que le ofrecían. Desde que se quedó calvo como un huevo, se hizo incluso mejor persona. Medía 1,90, y parecía tener la testosterona muy bien educada. Era motero, pero no tenía peligro. Era lo que se dice todo un hombre. Buena gente que sufrió en su infancia y en su juventud por disfemia hasta que subir a un escenario le ayudó a que desapareciese y le dejara tranquilo. 

Pero ahora Willis ya no es Bruce Willis. Ahora solo es un ser enfermo, extraviado, que no recuerda lo que fue, y casi tampoco reconoce a sus tres hijas, a su mujer Emma Heming, a su exmujer Demi Moore y al resto de sus familiares y amigos. No habla, no puede comunicarse; ni lee ni escribe. No podemos imaginar que no pueda caminar por sí mismo, pero no puede; deben asistirlo a cada minuto en su residencia de California.  

En 2022 le diagnosticaron afasia y se retiró de los escenarios y de los rodajes. Un año después, le anunciaron que padecía demencia frontotemporal, una enfermedad degenerativa sin cura, imparable. Que avanza veloz. 

Qué sorpresas nos depara la vida. A cada uno de nosotros. ¿Por qué no podemos disfrutar de un final amable? ¿Dónde se encuentra la razón por la que la eternidad rehúye nuestra senda? Todos quisimos ser en algún momento, en algún instante, Bruce Willis. Ahora, a sus 70 años, nos apena lo que le ocurre. Tan perdido en su jungla de cristal cuyos reflejos nos recuerdan nuestra desasosegante condición.  



 

 

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