"El Mundo a tus pies". Artículo sobre la necesidad de ser escuchado

   


El Mundo a tus pies 

 

                             Por Jorge Alonso Curiel 

 

A Pilarita solo la veía en los veranos de mi infancia, cuando me llevaban al pueblo de mi abuela, a pasar con ella las vacaciones, al terminar las clases del colegio que parecían que nunca se iban a acabar. Vivía en la misma calle que mi abuela, en una casa de adobe que se caía a pedazos, pero ella nunca quiso contratar a nadie para reformarla. Era bajita, con el pelo ya totalmente blanco, viuda también como mi abuela, y amable hasta la extenuación. Era todo amor aquella mujer a la que no le gustaba decir su edad, y que vestía ropas de colores claros, a diferencia de las demás viudas que no se quitaban el luto ni aunque sus ropas se destiñesen o se las robaran. Era muy querida por todos los vecinos; nadie hablaba mal de ella, aunque alguno aseguraba que era demasiado chismosa, ni tampoco tenía enemigos. Un día, sentada a mi lado en el poyo de la casa de mi abuela, me dijo: “Lo que tienes que hacer, Jorge, es aprender a escuchar. Si sabes hacerlo, tendrás el mundo a tus pies; conseguirás lo que te propongas...”. 

Pilarita escuchaba como la psicóloga más empática y humana que pudieras encontrar, o como el mejor sacerdote, pero sin tener que pagar unos billetes por la consulta, ni sentir, en el otro caso, la espada de la culpa cristiana sobrevolando tu cabeza. Ella escuchaba las penas y las alegrías de todos los vecinos del pueblo con la misma atención e interés, y poniéndose en la piel de cada uno de ellos. Conocía de primera mano lo que asegura aquel proverbio chino: "De lo que hay en nuestro corazón, rebosa la boca". Además, daba consejos al interesado solo si este se los pedía, y lo hacía por amor al arte, porque le gustaba, porque, quizá, aunque ella no lo sabía, era su manera de desarrollar su vocación, y que no era otra que ayudar a los demás.  

Otra tarde de verano, sentados en el poyo, después de haber visto la serie de la tele y cuando el calor había dejado de apretar, le pregunté, sorprendido, ya que a mis ocho años no entendía aquella manera tan aburrida de perder el tiempo, si no le cansaba escuchar a las personas. “Nunca me cansaré de hacerlo –me respondió. Es hermoso sentir cómo te abren sus corazones heridos o solitarios. Ya te darás cuenta de que lo que más les gusta a las personas es hablar de sus asuntos...”. 

Pilarita tenía razón. Con el tiempo siempre nos percatamos de que, muchas veces, las cosas que nos decían los mayores eran ciertas. Que nos las decían cargados de experiencias vividas y de claro conocimiento del ser humano. 




Tanto hace cincuenta años como ahora, las personas sufren de lo mismo y necesitan de lo mismo, pero la diferencia es que cada vez es más difícil encontrar a seres como Pilarita, verdaderos ángeles llegados del cielo. La vida y el mundo han cambiado. Brillan el distanciamiento, el egoísmo, el individualismo, la deshumanización, a pesar de la oportunidad de comunicación que regala la tecnología, y así se ha creado una inmensa soledad en muchos corazones, deseosos y necesitados de una mayor cercanía con los demás. 

La gente se encuentra más sola e incomprendida que antes, es más débil y vulnerable. Está inmersa, además, en un tambaleante sistema laboral y económico que provoca ansiedad por todos lados. Por ello, no sorprende encontrarse alguna noticia en la prensa como la de hace unas semanas, que demostraba que, lo que decía Pilarita, está más vigente que nunca: Una joven en Ciudad Victoria, en México, se está haciendo de oro recibiendo a personas que necesitan ser escuchadas por una tarifa por horas bastante asequible para todos los bolsillos. O que, en la red social TikTok, hay mujeres que prestan sus servicios de escucha y comprensión por 50 dólares por una hora, y 75 por dar consejos, o que ofrecen hasta la posibilidad de llorar un rato con su cliente a través de la pantalla por 100 dólares. 

Pilarita no entendería nada de esto. Porque ella pensaba que acercarse al otro no está pagado con dinero. Tampoco entendería en lo que se ha convertido el mundo.  Pero de lo que no tengo duda es de que, si ahora pudiera sentarme a su lado en el poyo de la puerta de mi abuela, me diría con su voz melodiosa, tan dulce como un atardecer de verano: “¿Aún no te has dado cuenta, Jorge, de que si aprendes a escuchar, tendrás el mundo a tus pies?”. Y volvería a tener razón. Ojalá que todos nos demos cuenta. 




  

 

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