11S de 2001. ¿Dónde estabas aquel día?
11S de 2001. ¿Dónde estabas aquel día?
Se cumplen 24 años del atentado más importante de la Historia que hizo del mundo un lugar más inquietante, desconfiado y triste
Hay días, momentos en el transcurso de los años, que no podemos olvidar. Todos recordamos qué hacíamos y dónde estábamos el martes 11 de septiembre de 2001 mientras veíamos caer por televisión las Torres Gemelas de Nueva York, o quizá mientras lo escuchábamos por la radio, y que fue el verdadero inicio de este siglo XXI, el comienzo de una nueva era dominada por la sorpresa, la incredulidad, el miedo y la desconfianza. O como tampoco podemos olvidar qué hacíamos y dónde nos encontrábamos la mañana del 11 de marzo de 2004, cuando saltaban por los aires varios trenes en Madrid por otro repugnante atentado yihadista. El impacto fue brutal, y estos hechos están marcados a fuego en nuestra memoria, porque marcaron nuestro mundo y nuestro camino. Porque, después de ellos, ya no fuimos los mismos.
Aquel 11 de septiembre de 2001, tenía 26 años y hacía calor, mucho calor; era un espléndido día de aquel verano que pronto se despediría dando el relevo al nostálgico otoño. Pasaban unos minutos de las tres de la tarde. Estaba en mi refugio en el campo, sentado en el porche, leyendo a la sombra, con la radio encendida de fondo. De repente, una voz nerviosa y muy preocupada informó del impacto de un avión en una de las Torres Gemelas ubicadas en el World Trade Center. Y luego, segundo a segundo, todo lo que sucedió después, incluyendo el ataque al Pentágono. Cada paso de aquella tragedia llevada a cabo por Al Qaeda que parecía sacada de la mejor película de catástrofes, pero que no tenía nada de ficción. La ficción hecha realidad; un mal sueño que no desaparecía al abrir los ojos, o tras levantarte a preparar el café o meterte en la ducha.
Así, conmocionado, sin poder creer lo que escuchaba, y esperando que en algún momento alguien dijera que todo aquello no era más que una broma o un experimento a la manera de Orson Welles en los años 30 con la adaptación radiofónica de la novela La Guerra de los Mundos, de H.G. Wells, y la supuesta invasión alienígena de la Tierra, no pude seguir con la lectura de aquel libro que no recuerdo cuál era, ni hacer todo lo que tenía previsto esa tarde. Lo único que pude hacer, lo único que podía hacer, fue seguir por la radio todo aquel desastre ya que, en mi refugio, en aquellos días, no tenía televisión.
Pero lo que tampoco puedo olvidar de esa tarde tan calurosa, de esos momentos tan cruciales, fue lo que sucedía delante de mí, a unos cincuenta metros del porche de la casa, en medio del campo. El dueño de un chalé a medio hacer seguía con las labores de construcción como si nada importante estuviera sucediendo en el mundo en aquellos momentos, ajeno a la tragedia, al apocalipsis, al fin de una era. La hormigonera funcionaba sin cesar –no puedo olvidar tampoco su sonido mecánico–para levantar aquella casa, mientras a unos cuantos miles de kilómetros solo se escuchaban sonidos estrepitosos de derrumbe e incesantes lamentos. Era la cara y la cruz de una misma moneda. ¿Cómo ese hombre puede seguir trabajando con lo que está ocurriendo?, pensaba. ¿Cómo es posible que no le afecte tanta desolación, aquella oscuridad, y continúe tan despreocupado sus labores? ¿Cómo entender ese triunfo de la insensibilidad?
La hormigonera siguió sonando hasta que cayó la tarde y llegó la hora del descanso. Aquel sonido de un mundo que continuaba su marcha, girando, como siempre ha sucedido, en su continuo, ciego y cruel movimiento a pesar del desastre, de las casi tres mil víctimas y 25000 heridos, de la falta de sentido y del dolor.
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