El Chico de las firmas. Artículo sobre letraheridos cazadores de firmas.


           

           
             El Chico de las firmas

                                           
                                       Por Jorge Alonso Curiel 


A todos los lectores, escritores, editores, críticos o gente interesada en los libros y en la literatura (o a casi todos) siempre les ha gustado y les gusta tener firmados los libros de los autores que admiran. Por eso, se acercan a las presentaciones o a las Ferias del Libro para que estos les devuelvan el ejemplar con la dedicatoria y su autógrafo con una sonrisa y un "gracias",p o con un "espero que te guste", y ya también para conocerlos de cerca y poder mirarles a los ojos después de esperar un buen rato en la cola, e incluso para poder intercambiar con ellos unas cuantas frases. Además, si es posible, también gusta tener una foto con ellos, y así, y con un rápido selfi que hace el lector, inmortaliza ese momento con una imagen en la que los dos salen con una sonrisa apresurada y nerviosa. Esto de las fotos también era común en tiempos pasados, cuando no había móviles y se tenía que llevar a algún amigo o familiar para que capturara el momento con la cámara analógica o con la posterior digital, o pedirle a alguien que estuviera por allí que te hiciera el favor de encuadrar lo mejor posible y apretar el botón. 

Yo mismo también soy de los que le gustan tener los libros de mis autores predilectos firmados, no pertenezco a esos pocos lectores que prefieren no ensuciar la primera hoja del libro con estos asuntos. Y tengo muchos, afortunadamente, en mi biblioteca, y los cuido con mucho esmero, como un tesoro. Ejemplares con las firmas de Ernesto Sábato, Miguel Delibes o Quim Monzó reposan en un apartado especial de mis estanterías. Como también conservo con mucho cuidado varias fotos que me hice con algunos de estos escritores y con algún otro no citado. Estas cosas para los "enfermos de literatura", para los bibliófilos y letraheridos tienen un valor incalculable: se convierten en auténticas joyas.

Pero hay que decir que todos estos asuntos, en algunos casos, no son tan fáciles de conseguir. Yo tuve suerte que en los momentos en los cuales les pedí su dedicatoria, estos escritores no estuviesen cansados después de aguantar una cola inmensa firmando sin cesar, o que se tuvieran que ir a coger un tren o un avión para regresar a sus casas, y se levantaran y se fueran como así ha sucedido alguna que otra vez; o que no me mandaran al carajo por la razón que fuese o por lo inapropiado del momento cuando les pedí hacerse una foto conmigo tras un acto literario o al encontrármelos por casualidad en un lugar. Como aquel día en un pueblo de Barcelona, cuando paseando por la calle reconocí en aquel hombre que estaba mirando un escaparate a Sergi Pàmies y le dije, con mucha timidez, que si no le importaba fotografiarse con un servidor. Fue muy amable, las circunstancias fueron favorables, y la foto pudo llevarse a cabo.

Pero a veces, ya digo, las circunstancias no son las adecuadas y el letraherido no puede conseguir su deseo y se va muy triste a su hogar, casi como un espectro quejumbroso. Y me refiero a lo que me contó una noche un aspirante a poeta que conocí en un micro abierto, en uno de los locales de Valladolid que apostaban antes de la pandemia por las reuniones de gente amante de la poesía para que puedan recitar en público y compartir versos, y que me aseguró con gesto cariacontecido que nunca ha podido conseguir una dedicatoria o una foto de los escritores que verdaderamente admira. 

Me contó que pocos años antes de que Camilo José Cela falleciera en 2002, el escritor vino a la universidad de Valladolid a dar una charla. El chico era un admirador de este gallego universal, uno de los pocos premios Nobel que tiene nuestra literatura. Escuchó la conferencia con mucho interés, y al acabar, su intención era acercarse al estrado para que le firmase un ejemplar de La Familia de Pascual Duarte. Pero fue imposible ante la enorme riada de personas que buscaban lo mismo que él. El muchacho, entonces, decidió esperarle en la puerta de salida del paraninfo, y allí seguro –albergaba muchas esperanzas– podría tenerlo cerca. Después de un buen rato el Nobel, muy cansado y agobiado, se levantó de la mesa y se encaminó hacia la puerta acompañado de varios catedráticos. Cuando este muchacho ya le tuvo a unos pocos centímetros y le iba a saludar enseñándole el libro y a rogarle su firma, el escritor se sintió indispuesto, se le desencajó el rostro y se puso muy pálido, y tuvieron que cogerle de los brazos y sentarle en un banco cercano de los pasillos de la universidad. Después de unos minutos, ya algo restablecido, se lo llevaron de allí, y el muchacho no pudo tener su firma.

Algo similar le sucedió con Adolfo Bioy Casares. El autor llegó a Madrid a dar una conferencia, pero su médico le tenía prohibido atender a sus lectores por su delicada salud, y al comienzo y al final del acto no habló con nadie ni firmó ningún libro. Solo cabe decir que el escritor argentino, que fuera tan amigo de Borges, llegó y se fue en una silla de ruedas, y que además le costó mucho acabar la charla.

También me contó lo que le sucedió con Ernesto Sábato en Valladolid. Que el escritor se puso a hablar con una bella joven lectora que estaba delante de él, y que tanto hablaron que se cansó de esperar y se marchó. O con Arturo Pérez-Reverte, que tan larga era la cola que se formó en la Feria del Libro de la capital pucelana, que renunció a ponerse en ella. O con Augusto Monterroso en Salamanca, a cuya firma este chico llegó tarde, y ya el escritor se había marchado porque no se había acercado mucho público. 

Aunque la anécdota que más me sorprendió fue la que le ocurrió con Miguel Delibes. Un mediodía coincidió con el escritor en un semáforo de la Acera de Recoletos de Valladolid, al inicio del paseo que daba todos los días el escritor por los alrededores del Campo Grande, cercano a su casa. Hacía frío, era mediados de febrero. El muchacho se detuvo en el semáforo y miró a su derecha. Y se dio cuenta de que ahí mismo, a su lado, estaba el gran literato. Se puso nervioso, dudó por unos momentos en hablarle. No se atrevía. Y cuando ya había sacado de su mochila un cuaderno para pedirle un autógrafo ya que no tenía un libro suyo encima en esos momentos, y cuando se había decidido a saludarle y a felicitarle por su obra, un par de hombres de mediana edad que pasaron a sus espaldas y que lo habían reconocido, le gritaron con cierta mala leche: "¡Pero dónde va Miguel Delibes, un hombre de tanto nivel, con esos bajos de los pantalones tan ridículos...! ¡Váyase a casa y cámbiese de ropa, que así no va a ganar nunca el premio Nobel!". 

Delibes giró la cabeza y miró a esos tipos. De inmediato volvió a mirar adelante, avergonzado. Sin esperar a que se abriese el semáforo para los peatones, cruzó el paso de cebra a toda prisa. El muchacho le miró decepcionado, guardando de nuevo el cuaderno, y dándose cuenta de que, era cierto, aquellos bajos de los pantalones estaban demasiado altos.


                                                                            









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