El Equipaje necesario (Nosotros también teníamos un Piqué en clase)
El Equipaje necesario
Siempre que veo a Piqué me acuerdo de Deivid. Nuestra clase de EGB tuvo también un Gerard Piqué que se llamaba David, pero al que llamábamos Deivid porque era cool hacerlo así por aquellos años, en los que el inglés y lo anglosajón se empezaban a poner tan de moda. Se fue del colegio al terminar octavo, que era cuando pasabas a BUP o elegías irte a la FP (Formación Profesional), o no elegías ni una cosa ni la otra y te ponías a trabajar porque los estudios no eran para ti y querías ya ganar tu dinero y empezar a andar tu propio camino. Corría el año 1989, y Deivid, con catorce años recién cumplidos, eligió eso, trabajar, porque odiaba perder el tiempo en clase y porque era demasiado inquieto como para ser uno más que, calladito en su pupitre –así éramos muchos de nosotros–, quería hacer una carrera siguiendo el consejo de sus padres obsesionados con que sus hijos debían llegar a la universidad porque ellos no lo habían hecho.
No se parecía físicamente al excentral del Barcelona, tenía más parecido a Mike Donovan, el protagonista moreno, hiperactivo y atractivo de la célebre serie de alienígenas V, que nadie se perdía los sábados por la tarde en esa década de los ochenta, pero incluso así Deivid era el Piqué de nuestra clase. Descarado, desvergonzado, locuelo, divertido, machito y muy nervioso, era un auténtico líder, y mentalmente parecía más mayor que todos nosotros, a pesar de que habíamos nacido en el mismo año. No tenía miedo a nada, y era nuestro referente; había vivido asuntos que aún muchos solo deseábamos e imaginábamos: él ya había tenido varias novias, fumaba, se había escapado de casa alguna vez, entraba en discotecas, ganaba en el patio del colegio todas las peleas en las que se metía, y era también el protagonista de algunos líos muy sonados que ocurrían fuera del colegio. Deivid era respetado y querido; además no provocaba miedo porque jamás hizo bullying a nadie ni se metió de manera gratuita con ninguno de sus compañeros. Deivid vivía a mil revoluciones por minuto, parecía comerse la vida a dentelladas; a cada hora estallaba una tormenta en su cabeza o un volcán imparable.
Por eso, en los últimos años de EGB, le elegimos delegado de clase, y la única tarea que realizaba en su cargo era subirse al estrado entre clase y clase a imitar a los profesores como todo un showman para hacernos reír, y subir también a la pizarra cuando un profesor se iba a mitad de clase por algún asunto inesperado y le mandaba ser el vigilante que tenía que apuntar en la pizarra a todo aquel que se movía y hablaba. El bueno de Deivid, al final, no apuntaba a nadie, y solo se dedicaba a seguir imitando a cada profesor, a enseñarnos la última llave de kárate que había aprendido, con grititos propios de las cintas de Bruce Lee, o a cortarse el pelo con unas tijeras que utilizábamos en clase de plástica porque ya le molestaba tenerlo tan largo...
Era un buen tipo; de buen corazón. Podías confiar en él. Miraba a los ojos. Todos queríamos ser en alguna medida como Deivid, aunque también sabíamos que vivir tan acelerado no era tan saludable y nuestros padres nos lo recordaban a menudo asegurándonos que en la vida ser manso, calladito y estudioso te conducía a un buen lugar. Deivid era un chico muy libre. Yo tenía la convicción de que cuando fuera mayor, iba a ser un emprendedor de éxito, un hombre de negocios atrevido, y que conseguiría triunfar y ser todo un líder allí donde enfocara su atención o allá donde estuviera, aunque yo era el único que lo creía, porque el resto de mis compañeros opinaban que este chico no iba a acabar muy bien.
A Gerard Piqué le imagino así en su infancia y adolescencia, o al menos en algunos asuntos, aunque él encontró muy pronto su camino donde centrarse y se convirtió poco después –con mucha dedicación e incontable esfuerzo, no hay que olvidarlo– en un grandísimo futbolista. Después vendría su faceta de empresario avispado, de éxito (con un Máster de Negocios cursado en Harvard), que es la que estamos comprobando durante estos últimos años tras retirarse del fútbol en activo, y que es la misma que le auguraba a nuestro Deivid.
El caso es que me encantaría saber qué ha sido de él. Desde que se fue del colegio –sin contar un par de veces que lo encontré por la ciudad pocos años más tarde–, no sé cómo le ha tratado la vida. Si ha sido amable con él; si se ha convertido en lo que le auguraba. O si, en cambio, le ha borrado toda esa alegría y ese imparable atrevimiento. Quisiera conocer, incluso, si aquella pureza de corazón, aquella ausencia de falsedad, mentira, impostura y egoísmo –echaba siempre una mano a quien la necesitaba– que le hacía ser buen compañero y un buen tipo, han desaparecido como las lágrimas en la lluvia de las que habla el replicante más famoso de la historia del cine al convertirse en un triunfador, si es que ha logrado conseguir el éxito. Porque para llegar a serlo, parece que a veces no es el equipaje que se necesita, el equipaje necesario.

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