Los Oasis de cemento en verano

 



   Los Oasis de cemento en verano 

                     

                                       Por Jorge Alonso Curiel


Lo hice durante muchos años y encontré una maravillosa manera de pasar las vacaciones estivales. Muchas personas, quizá, no pueden entenderlo, pero el quedarse en la ciudad de uno –en Valladolid en mi caso–, mientras casi todos huían, era una auténtica delicia.

Comprendo que la gente necesite salir de su casa y del lugar en el que reside habitualmente para airearse y descansar. Ver nuevos paisajes, respirar otros ambientes, relacionarse con personas diferentes para reactivarse; pisar la arena de la playa, o la tierra de los pueblos, o caminar por la montaña, o viajar a cualquier otra ciudad aunque no tenga mar ni montaña ni un especial interés. Lo comprendo, no se crea que no. Yo ahora también lo hago y no puedo negar que me gusta y que lo necesito, pero aquellos veranos en los que no salía de mi ciudad los disfrutaba y no tenía ningún cargo de conciencia por no cambiar de territorio.

Los placeres que me brindaba permanecer en Valladolid eran muchos y me dejaban buen sabor de boca. Y es que lo primero que me gustaba era sentir esa sensación de orfandad y de desamparo que se tiene cuando te quedas casi solo en la urbe, cuando apenas pasea gente por las calles ni hay personal en las terrazas de las cafeterías, y en las tiendas apenas entra alguien a comprar. Es una sensación poética, quizá solo para personas excéntricas como yo, ya que el común de los mortales que no pueden salir de vacaciones viven este tiempo hastiadas y “echando lagrimitas” porque sus amigos y conocidos sí que han podido salir.

Pero ya digo que existe un encanto en las ciudades en estos meses de verano. Se puede ir, por ejemplo, a cualquier parte con el coche porque puedes aparcar sin muchas dificultades; puedes también pasear sin aglomeraciones; o acercarte al cine y no esperar colas inmensas los fines de semana; o visitar los museos que no has visitado o volverlos a visitar sin complicaciones. También haces cosas que no puedes disfrutar en los meses convencionales, o que no sueles hacer: asistir a conciertos y a obras de teatro al aire libre, o ver una película en pantalla grande en mitad de un patio histórico de la ciudad, o incluso pasear por barrios que tenías olvidados, o hasta visitar a familiares que hacía años que no veías y que viven en la otra punta de la ciudad si es que no se han marchado de vacaciones. Y ya sin hablar de las cenas y comidas que puedes disfrutar al lado del río (como sucede en Valladolid), en los merenderos que existen, y todo acompañado de bellos atardeceres y maravillosas y agradables temperaturas. También se está mucho más cómodo en los bares de copas y en las discotecas bebiendo tu cóctel preferido, sin el agobio de no poder ni moverte en ellos en los meses de otoño e invierno, y en los que hasta puedes conocer personas interesantes con más facilidad que el resto del año.

No digo esto como una excusa facilona porque no podía viajar en aquellos días. En el vacío del verano aprendes cosas nuevas de tu ciudad y la sabes apreciar de otra manera. Y sin añadir la falta de ruido y la bajada de los niveles de contaminación que se producen al no circular tantos vehículos. Puedo asegurar que en las tardes del fin de semana de aquellas fechas, a partir de las ocho de la tarde, llegaba a escuchar el silencio, “eso” tan extraño que ya solo se puede sentir en las despobladas zonas rurales y, quizá también, en las alejadas montañas.

Aconsejo irse a leer o a pasar el rato a los jardines y a los parques. Con el buen tiempo y el escaso trasiego, estas zonas se convierten en unos lugares para encontrar la serenidad. Puedo decir que en ellos pude leer y hasta escribir muchas tardes en mi libreta sin que nada ni nadie me perturbara, asunto casi imposible en días normales. Recuerdo que llegué a estar en un parque hasta toda una tarde entera escribiendo desde las cuatro hasta la caída del sol, y solo dejé de hacerlo porque ya no había luz suficiente como para seguir escribiendo ni leyendo.

Además, la gente que se queda en la ciudad parece distinta. Está mucho más relajada, sosegada, más amable y cariñosa. Caminan por las calles más despacio, contemplando la belleza que su ciudad posee y que ya habían olvidado. Se dibuja en sus rostros la ausencia de tensión; lucen sonrientes, bronceados. Todo cambia en la ciudad en este tiempo, y quien se queda lo sabe. 

A pesar de que muchos se llevarán las manos a la cabeza, merece la pena permanecer en tu ciudad. Es también un ambiente perfecto para los artistas, para los escritores; esos seres tan extraños. Hay mucha literatura en las ciudades casi desiertas, iluminadas por el tórrido sol, iluminadas por maravillosos atardeceres. Las urbes se vuelven amigas y cómplices; Valladolid también, y lo echo de menos. Quizá debería plantearme no irme a ninguna parte y volver a sentir todas aquellas cosas que hacían que tuviera unas verdaderas vacaciones sin salir de casa, en un oasis de cemento.








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